“Los recuerdos tienen tanta
importancia como la realidad
y los sueños.”
-Satoshi Kon.
En estos días de agosto, el tiempo arroja a nosotros, una vez más, la llave a los sueños de Satoshi y el Rufián Kon. Es con gran ánimo que me pongo a las órdenes de la memoria para rebobinar las arrugas del cine y hacer homenaje a la gran persona y artista que legó su visión onírica y contemplativa al mundo de las prisas.
Cercanos al décimo aniversario luctuoso de Kon recordamos su segunda producción como director, Millennium Actress, película del año 2001 que narra las peripecias de Chiyoko Fujiwara, una actriz retirada de setenta años, a través de un Japón que se mueve con suave armonía por las canaletas de la historia, la ficción y la memoria. La cinta da el gatillazo inicial a su argumento luego de la demolición de los estudios Ginei, estudios que habían cobijado a la protagonista a lo largo de toda su carrera actoral. Este evento sacude los intereses de Genya Tachibana, director de cine y fanático de la actriz milenaria quien, junto al camarógrafo, Kyōji Ida, se pone manos a la obra para dar con el paradero de la actriz y conseguir una entrevista, a la vez que pretende devolverle una vieja pertenencia que ha cargado consigo durante años.
Unos bellísimos y detallados escenarios coronan el viaje y dan pie al encuentro con la actriz, mostrando la clara y noble admiración que Tachibana siente hacia ella. Al poco tiempo se revela que la vieja pertenencia resultaba ser “la llave para lo más importante de todas las cosas”: la llave de los recuerdos. Al mismo tiempo que el telón de la memoria sube, unas cuantas flores de loto, dormidas en el jardín, ligan su marcha a los relatos de Chiyoko, abriendo así, la historia de un amor que parece condenarse, paso a paso, a ser sombra (únicamente eso) en una imposible y onírica travesía.
El filme danza alrededor de distintas etapas de Japón, entre las que podemos encontrar al período Sengoku, Tokugawa/Edo y el período Shōwa. Esto había representado una dificultad para el equipo detrás de la película pues, aunque decidieron prescindir de una mirada completamente fidedigna a la historia, aún tenían el reto de imaginar los escenarios que adornaban al Japón de ese entonces. Largas investigaciones de campo alimentaron la imaginación del equipo para dar vida a las eras más actuales, mientras que para los períodos más antiquísimos tuvieron que echar mano de viejas fotografías a blanco y negro, lo que trajo a la mesa un nuevo problema, en palabras del propio Satoshi: “Imaginar los colores… era imposible”; lo que explica las escenas que se mantuvieron en blanco y negro para el producto final.
Esculpir la cinta sobre una base con algunos rasgos fieles al hecho histórico, mientras se da rienda suelta al argumento a través del propio cine, dota a la obra de un alma que esgrime magistralmente las tres máximas expuestas en el epígrafe de este artículo: el recuerdo, la realidad y el sueño. Lo anterior se potencía gracias a una excelente narrativa, personajes bien construidos y, como era de esperarse, a las fantásticas e imaginativas transiciones del director. Justo como sucedía en su primera película, Perfect Blue (1997), dichas transiciones desdibujan en la pantalla la ilusión del tiempo y la propia realidad, dejando al espectador en una especie de limbo donde las dudas se acentúan y se cobijan unas sobre otras cual muñeca rusa.
El talento detrás de la película la hace brillar en todos sus apartados, desde la trama a cargo de Sadayuki Murai, la dirección artística en manos de Nobutaka Ike, uno de los miembros del equipo que se enfrentó al problema de los períodos históricos y cómo dejar fuera la fantástica banda sonora, cortesía de Susumu Hirasawa. El propio Satoshi se hallaba dudoso sobre la idea de que Hirasawa aceptara trabajar en el proyecto por ser apenas ésta la segunda producción del director, para beneficio de la obra y de nosotros, los espectadores, esto no fue ningún impedimento y Hirasawa terminó por abordar el proyecto para superar las expectativas de Kon.
Es imposible no caer en los brazos del llanto cuando damos vía libre al sentimiento a través de los diferentes compases que envuelven al filme, abrazamos nuestro propio recuerdo y reculamos ante la terrible idea de caer presas del olvido latente. Pero hemos de crecer también junto a Chiyoko, y aunque los rostros, los aromas o las palabras se borren, creo que, en el último golpe del pecho, seguiremos adorando el haber emprendido la búsqueda, aunque hallo necesario el citar también a una película del mismo año, El Viaje De Chihiro, “Nada de lo que ocurre se olvida jamás, aunque no se pueda recordar.”
La imagen que ha sembrado Satoshi Kon en todos los que hemos tenido la fortuna de conocer su trabajo, nos hace dibujarlo en nuestras memorias como uno de esos pocos artistas, aclamados por lo que nunca hizo, siempre a las puertas del sueño. Recordando que ya hace casi diez años que se nos adelantó, despojándonos de su carisma y talento; aunque hemos de ser agradecidos por el maravilloso cine que legó a este mundo, un cine que desfila en auras diferentes tras cada nuevo vistazo.
Espero, a través de estas pobres y mediocres palabras de remembranza, haber contribuido, tan siquiera un poco, a la bienvenida del loto en aquéllos que llegaron hasta aquí.