De accidentes y pequeñas intervenciones Coco Márquez

/

¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar en todos esos tropezones que han sido convenientemente afortunados? Pero pensar a fondo, no sólo de pasadita, dándole vueltas a las posibilidades, porque algunas de estas situaciones rayan en lo irreal, a veces en lo absurdo, aunque algo es seguro: lo agradecemos de todo corazón o nos quedamos pasmados, atrapados en ese momento concreto que no podemos explicar del todo y que, al final, le atribuimos a la suerte o la casualidad.

Cada uno tendrá su versión al respecto, por supuesto, no podía ser de otro modo. Cabrán las que se giren de cara al azar, las que impliquen una balanza de causa y efecto, las de probabilidades estadísticas, las de teorías de causalidad y algunos términos impronunciables… o las que tengan su toque de magia.

Y es que un día cualquiera vas andando por la calle, pensando en sinfín de cosas, desde el trabajo con la lista interminable de pendientes, los asuntillos de amigos y familia, la difícil decisión de qué comer, esa ropa que ya no te va o la que luzca mejor para la videoconferencia, hasta la maldita imagen que viste en redes y te hace dudar de tu percepción entre el verde y el rosa… cuando algo sucede.

Ese día cualquiera, con la cabeza en todo y nada, de pronto, alguien te da un empujón, te hace tropezar con tus propios pies, pero no caes, sino que te giras para hacer tu justificado reclamo ante semejante atrevimiento que desbarata tu lío mental de la dichosa imagen del rosa contra el verde; pero no hay nadie ahí, sólo un espacio vacío de forma casi antinatural en la calle usualmente transitada, y observas sin entender por un instante, apenas el tiempo necesario antes de que escuches el estruendo a tu espalda.

No pasan más que unos segundos entre el empujón y el estruendo, tan sólo un momento, el tiempo justo para no perder la vida bajo el peso de un macetón de barro que cayó, durante una mal ejecutada mudanza, justo en el espacio que habrías ocupado de no haber sido empujado, tropezando y girándote con ánimo belicoso para reclamarle a… nadie. Porque sigues prácticamente solo en la calle, con algunos peatones dispersos que se acercan a hacer fotos del accidente y los dos tipos que lo dejaron caer, todos mirando del destrozado macetón a ti y viceversa, bocas abiertas y ojos desorbitados que empiezan a hacer sus suposiciones.

Llegados a este punto el empujón ya no pinta tan mal, no es una agresión que haya que vengar, sino un acto heroico de algún tímido extraño con capacidades extrasensoriales de algún tipo, quien anticipó tu muerte por aplastamiento en una escena que habría sido, cuando menos, muy poco elegante, por decirlo amablemente.

O fue la suerte o la casualidad, tal vez incluso una mera coincidencia o un jueguecito del destino o, dándole unas cuantas vueltas más, una pequeña intervención de “alguien” que tenía un rato de ocio en sus obligaciones.

Es probable que algún otro día estés viajando con una mochila al hombro y la mirada llena de expectativas, deambulando por una ciudad medio hundida en el mar, escuchando a las gaviotas y al gentío que hace fila para entrar en una iglesia a hacerse fotos, mientras tú preparas una cajita de cerillas porque te parece indispensable encender una vela, no sabes por qué, pero sabes que tienes que hacerlo, casi como si te lo hubieran susurrado cuando bajabas del vaporetto.

Después de cumplir con tu encomienda, vuelves a deambular y te topas con un sujeto de abundantes carnes, con una enorme sonrisa y una brillante calva, quien sujeta la correa de… un gato rechoncho y esponjoso que camina como si fuera el dueño del mundo; los observas de pasada y les sonríes, quitando la vista del frente por unos segundos, suficientes para que termines chocándote con alguien cuyo toque pareciera extrañamente familiar, sin serlo del todo. Te estabiliza sujetándote por los brazos y en el proceso te gira un poco de cara a otro callejón, disculpándose, para luego desaparecer casi inmediatamente sin que consigas conservar la imagen de su rostro, aunque lo hayas visto a los ojos.

Así que quedas ahí, de cara a ese callejón particular por el cual terminas caminando después de aceptar que no puedes recordar la cara de ese extraño; paseas entre tiendecitas de todo tipo, un revoltijo de máscaras, plumas, vidrio y un sinnúmero de recuerdos, aderezado con aromas de ajo y tomate de un par de restaurantes, hasta que estás frente a un local en particular, en un rincón casi oculto, cuya puerta al abrirse hace sonar una vieja campanilla, donde consigues el vino caliente que necesitabas para entrar en calor, acompañado de unos cannolis inolvidables.

Y de nuevo, ese choque ya no pinta mal, sino que se convierte en el desvío que necesitabas para llegar a donde no sabías que tenías que ir, esa luz de vela en tu camino particular. Otra vez pudo ser casualidad, un accidente o quizás otra intervención de ese tímido extraño a quien no ves o no puedes recordar, ese “alguien” que parece dedicarse a meter zancadillas, o alguna otra cosa, cuando lo considera pertinente.

¿Alguna vez te ha pasado una cosa así? ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar en la posibilidad de que no fueran simples accidentes? A mí me gusta pensar que esos extraños sin rostro con los que chocamos a veces tienen sus propias misiones que cumplir, pero de vez en cuando se toman el tiempo de intervenir, dentro de lo permitido, ciertamente, por aquello de dejar que las cosas fluyan y que pase lo que tenga que pasar.

Puede que más de uno, sobre todo los que tienen bordes más rectos, se mofe de la posibilidad de esta suerte de “ángeles guardianes”, por etiquetarles de algún modo, aunque bien podrían ser esos personajes con una gran intuición actuando en consecuencia o quizás sí son seres, ociosos o interesados, entrometiéndose en nuestras vidas.

Al final, cada cual pensará lo que le venga en gana, es probable que ciertas personas vuelvan a hablar del azar o de la suerte, que otras tantas hagan cálculos que bailen entre la física y las matemáticas, mientras los creyentes pensarán en moderados milagros; sería una cuestión de razón o de fe, de imaginación incluso, aunque yo prefiero verlo como una cuestión de posibilidades, ¿por qué no?

Quizás, un día de estos te toque uno de esos accidentes peculiares y podría ser divertido pensar que has sido “víctima” de una pequeña intervención, quizá sientas que ese alguien que se tropezó contigo o que te hizo dar un traspié resulta un tanto familiar, pero no podrás recordar exactamente por qué.

 

Coco Márquez vive en Guanajuato. Realizó estudios en comunicación, gastronomía y artes. Escritora, profesora y ávida lectora. Viajera y paseante. Amante de la historia, los misterios de la memoria, la magia y las largas conversaciones.

Historia Anterior

Voces inocentes: Infancia entre conflicto. Por Zaren Hernández de Flámina Films.

Siguiente Historia

El 2 de octubre sí se olvida Sergio Sosa