Dejé de sentir, no solo el mundo olvidó que existías, lo olvidé yo también por veinticuatro horas. Me senté a ver las estrellas, recostada sobre un pecho que lloraba una pena anterior; tenía mi mano susurrándole desgracias y sus ojos contándome historias sobre un tren y varios grados bajo cero. Sobre nosotros había una nave espacial que no dejaba de zigzaguear y debajo una colonia de hormigas que se organizaba para llegar hasta el plato de dulces que no tocábamos.
El aire movía mi cabello, las hojas de los arboles y el humo de mi cigarrillo. Allí no había nada para sentir, aparte de los piquetes de aquellos infernales insectos voladores en sus tobillos y el vacío que la noche me provocaba. Sonreíamos rodeados del silencio y esa intimidad que se crea entre dos personas que no se quieren, ni se van a querer.
Que complicado. Dije con el tono de quien espera la fatalidad de las cosas. Nos lo hacemos complicado. Respondió con la seguridad de quien tiene la mirada en un par de posibilidades.
Cerré los ojos y los abrí hasta llegar a la cama, me quitó el vestido y a cambio se deshizo de su pantalón. Me reí por algo que dijo y después sonreí por el beso frío en el cuello, por la sensación cálida entre las piernas, por los dedos en la cintura, por el vaivén de nuestras caderas. Teníamos el cuerpo agotado de componernos el alma y soltarla. Contaríamos hasta veinte e iríamos por otro simulacro, pero los veinte se me volvieron horas y cuando desperté el sol entraba por la ventana, sus labios descansaban en mi nuca, sus brazos me rodeaban sin esfuerzo y su erección me daba los buenos días.