¿Qué son los monstruos; quiénes son; somos nosotros? ¿Son nuestros esos seres que nos habitan; nos fueron impuestos o son producto de nuestra voluntad? Aún no han dado la tercera llamada, pero la escena está abierta. Tres hombres, no se sabe si técnicos o bailarines, deambulan vestidos de negro recogiendo una especie de rocas luminosas, apagándolas y encendiéndolas. Cuando se han llevado todas, una luz cae al centro iluminando a uno de pie sobre un par de zancos. Comienza la danza.
Una pantalla se descubre ocupando dos tercios del fondo y surge un monstruito animado cuyo cuerpo está envuelto por largos cabellos. Un pájaro amarillo lo visita, se posa sobre su cabeza, sobre su brazo. Una columna que sirve como pierna central delimita el espacio de proyección y de ella salen los bailarines, a veces para acompañar al personaje, a veces para ser el protagonista. Sus movimientos son firmes, rápidos, precisos, estilizados aunque en ellos no hay sensación de delicadeza; el impacto es duro en una secuencia que tiende al retraimiento y al trayecto entrecortado: ir-volver, prolongar-contraer, aumentar-disminuir, ser-no ser… y justo es eso lo que marca el ritmo en la atmósfera, la indecisión angustiante, el impulso y el arrepentimiento.
Por momentos, cada bailarín se adueña del cuadro con agilidad y destreza, con fuerza, mucha fuerza; los demás, en siluetas compasivas, contemplan. La cara del monstruo reaparece en un primer plano de color verde; se cubre con sus manos las mejillas y sus fosas nasales se ensanchan. ¿Está preocupado, molesto, decepcionado? El movimiento coreográfico continúa en solos, duetos, tríos que dibujan figuras diversas. Una música crispante chilla y el monstruo sigue ahí. ¿Es furia lo que habita en su rostro?
Los bailarines, en parejas, reflejan relaciones en tensión y crisis, persecución, enganchamiento, afecto y desdén simultáneos al compás de algún instrumento de cuerdas inarmónicas. Uno de los hombres acoge amorosamente un cuerpo femenino para dejarlo caer sin miramientos. Sobre la columna, una luz amarilla dibuja el pulso sonoro, el pulso dancístico. La mujer se levanta del piso y en su movimiento se observa el abandono, el rompimiento, la conciliación. Sh… En el cuerpo de un individuo, a través del movimiento, se trazan líneas de una frustración perturbadora y en su garganta se ahoga un grito. Sh… Otro más lo silencia. Sh… Una pareja marca la pose prototípica del baile de salón, pero invertida: la mujer es más alta que el hombre, ella guía e imperan movimientos púbicos.
En pantalla, varios monstruos se comen uno al otro, el más grande al más chico, siempre habrá uno peor. En escena, los bailarines desfilan usando tacones seguros; más tarde se estremecen, tiemblan, caen de rodillas. Los trazos de sus cuerpos buscan unirse con los otros, se fusionan y entrelazan mientras que la luz delimita el área y el ambiente. Al vestuario se añaden vestidos largos, cuellos con olanes iluminados, lámparas redondas y pequeñas que, según el cambio de posición de sus agentes, se prenden y apagan, buscan y llaman.
Libros luminosos danzan en las manos de los bailarines. En la pantalla, una niña al interior de una caverna, lee un libro; fuera de ella, una mujer adulta también. Cuando no lo hacen, observan nostálgicas. En escena, una mujer avanza absorta en el sonido de sus audífonos. La proyección se llena de ojos que van extinguiéndose hasta que solo queda un par. El monstruo se cubre los ojos, ¿para qué; para no ver el entorno; para ignorarse a sí mismo; para descubrir su interior? ¿Para qué leer libros o escuchar música; para ensimismarse, para olvidarse del mundo y de sí mismo; para hallarse tal vez? Todos temen a la chica que lee.
La danza entonces se torna más libre, espontánea, on beat de la música electrónica (Dear Criminals). El peinado prolijo de una mujer se ha desecho y sus cabellos caen sin ataduras. El vaivén de sus caderas rige un baile que a cada minuto se torna más enérgico, al igual que la respiración individual que luego se vuelve colectiva y después regresa a ella cual monólogo de un rastreo extenuante. Los demás observan, la siguen hasta vaciar la escena y, sobre la duela, permanece una última exhalación.
Los espectadores parecen confundidos, jóvenes, adultos y viejos, ante la propuesta de la compañía quebequense CAS PUBLIC. Algunos comentan que necesitan más contexto, que no entienden nada, que están muy raras las luces, las sombras y los reflejos, que a veces parecen fantasmas. Quizá lo que en realidad les hace falta es aprender a observar con una atención distinta, con los ojos despiertos de los monstruos que nos habitan, esos que pocos conocen pues no se han enfrentado todavía a su devastación furiosa, a su ansiedad paralizante. Solo entonces podrían saber que, para entenderlos, hay que aceptar su sinsentido, como cuando se muestran por primera vez casi siempre en el momento más caótico y menos preciso, en su estado más absurdo y rotundo exigiendo ser enfocados, iluminados, liberados, atendidos y reclaman lo que por años se les ha negado: ser nombrados, ser sentidos, incluidos en la danza vital.
CAS PUBLIC
The Monsters
15 y 16 de octubre de 2022
Teatro Principal
Fotografía: Rodolfo García (cortesía FIC)