Crónicas fantasmas por Julio Toledo

Trabajé brevemente hace unos años como periodista en un diario que no voy a nombrar. Yo quería hacer crónica, pero mi editor me pidió, como primer trabajo, un reportaje. No era en absoluto lo acordado con ellos, una nota sobre el Chapo Guzmán. Yo no sabía nada (ni sé aún, de narcos, drogas y crimen) pero hubo que apechugar. Una noticia reciente había despertado mi interés y por ello acepté. En los Cabos, habían estado a punto de agarrarlo pero quién sabe cómo se les fue. Ahí me pareció que había una historia.

 

Fue un estruendo nomás, un cañonazo en medio del silencio. Lo que pasó, como siempre, nadie lo sabe. La cosa es que fue un viernes, allá en Los Cabos; donde viven los de dinero. Ya daban las siete de la noche y el sol, aunque bajando, calaba todavía si no estabas en la sombra. Yo estaba regando el pasto, y hasta humo salía de lo caliente que la tierra estaba. Pero con todo y todo olía a frescor, y la tarde estaba quieta como pocas. No había ruidero de trocas con música como otros fines de semana sino que toda la colonia estaba tranquila. Y se oyó sin aviso el golpazo, como un balazo pero más duro, más grande. Eran los de la marina que entraban, previo bazucazo, a la casa donde me habían contratado para regar el pasto. Eran, dicen, más de treinta, todos con pasamontañas y armados con ganas. Entraron rápido, calladitos, eso sí, sin leperadas ni gritos; no como los judiciales. Al primero que le tocó el amague fue a mí que regaba las plantas alrededor de la alberca; entre dos marinos me echaron boca abajo sobre el zacate y apuntándome a la cabeza me esposaron. Entonces me preguntaron ¿dónde está el Chapo?

Esto me lo contó Melquiades el Jardinero. Estaba tranquilo y parecía incluso estar agradecido por el caballeroso trato que recibió de los soldados. Unas semanas antes, dijo, lo habían contratado para cuidar el jardín de esa casa que, dijo también, bien sabía que era de narcos porque quién iba a tener una casa tan grande y bonita, con plantas tan buenas, y no vivir ahí. 

Pero si algo aprendí en mi vida es a no preguntar de donde vienen los billetes que le llegan a uno, mientras paguen la leche y las tortillas. Mire, yo no debía nada así que no me dio miedo que me llevaran. Y le digo que hasta eso eran bien buenas gentes los encapuchados. ¿Dónde está el Chapo? Pues yo que chingaos voy a saber, si ustedes que son los macizos no saben, yo, un pinche jardinero cuándo. Pero eso se los dije nomás por joderlos. Nadie sabe nunca donde anda ese, es un pinche fantasma: las paredes se la pelan y lo han visto en más de un lugar al mismo tiempo. No dudaría que lo hayan matado más de una vez. 

Una señora mayor era la mera mera de la cocina de esa casa. Y estaba bien enojada porque le habían llevado a muchacho de nombre Ernesto para preparar cosas de las que ella no entendía, ni quería entender. 

Se oyó el tronido como cuete de 3 de mayo. Luego entraron como diez o quince soldados con rifles. El muchacho nuevo, Ernesto dicen que se llama, estaba blanco del susto y parecía que se iba a desmayar, pero de todos modos rapidito levantó las manos. Pero el muy sonso no soltó el cuchillo con el que estaba picando. El más grandote de los sardos le dijo que lo bajara despacio, y el muchacho lloraba que ahí iba, que no fueran a disparar.  A mí me dijeron que caminara y no dijera nada, pero luego afuera en el jardín que les dijera dónde estaba el jefe. Pero una qué va a saber de ese señor. Yo guiso para mí y para el Melquiades, los miércoles viene el señor de la troca a pagarnos y a veces come aquí. Y esa vez no había dicho que echáramos tortillas de harina y harta comida porque iba a venir gente. Pero el que vino no era gente de verdad, era un ánima difunta. Todos dicen que no había nadie en la casa además de nosotros y la señorita esa, pero yo oí cuando de repente ya estaba en el cuarto. No cruzó ninguna puerta ni llegó por ningún lado, simplemente estaba ahí y al minuto ya no. Le digo que no es gente de este mundo, ya no me haga decir cosas que me voy a condenar.

Y se persignó antes de pedirme que me fuera. Con Ernesto no pude hablar porque al parecer sí le comprobaron algún nexo con el cártel. Aunque en la comisaría de los cabos me contaron que uno de los marinos que entraron a la casa era su primo y lo había dejado pelarse antes de llegar al campo militar y el cocinero se había seguido hasta los estados unidos. Pero con quien de veras quería yo hablar era con la muchacha (así le decían todos los que entrevisté). Era una prostituta que le habían llevado al Chapo para que sostuviera relaciones. Después de mucho peregrinar la hallé. 

Nomás porque la mandó doña Lina. Yo no doy entrevistas ni hablo de eso. Me tachan de loca o de narco pero nada de eso soy. Me cansé de repetirles a los soldados lo que pasó. Un señor en una Lobo vino y me preguntó cuánto cobraba. Nada, le dije, porque ando en mis días. Qué le hace, me dijo, y me recetó en la cara un fajo de dólares. Era como veinte veces lo que pagan los oficinistas o adolescentes de los Cabos. Y me llevó hasta la casa donde nos agarraron. Cuando llegamos, un señor mal encarado regaba las matas del jardín. Me llevó por un pasillo y cerca de la cocina gritó que si había de comer. Me dejó en la habitación grande que estaba bien bonita y me dijo que de rato venía el don y que fuera buena con él. Que podía poner el radio y que después de atender a su jefe si tenía hambre bajara a cenar. Que Ernesto me podía pedir un taxi de sitio o irme por mi cuenta si quería, al cabo traía lana de sobra.  Ahí me estuve un rato bien largo haciendo nada. Me acerqué al espejo para ver si me daba una manita de gato, casi me mata del susto el reflejo de un señor de bigote. No te asustes, ni vayas a gritas, dijo. Yo le respondí que no me daba miedo pero que no lo oí llegar. Me preguntó cómo me llamaba y yo le dije que qué le gustaba hacer. En eso se escuchó una explosión bien fuerte que hasta retumbaron los vidrios del cuarto. Eso sí me asustó. Cuando voltee ya no estaba ahí. Si era el chapo o no, yo no sé. Pero ¿le digo algo?, nomás porque Lina lo recomendó se lo voy a decir: me dio escalofríos, como la vez que en la playa se me apareció un fantasma. 

Con los testimonios escribí una crónica extensa que me hizo fantasear con un día escribir una novela al respecto. Por supuesto no la escribí(ré). Cuando se la di a mi editor, ilusionado por mi primer texto en el periódico, me gritó. –No chingues, Toledo. Estas son historias de pendejos.

Y me corrió.

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