Cuando era niña tenía un libro que se llamaba Hogar Dulce Hogar. Se trataba de un topo que pasaba el día en sus labores y siempre recordaba la pequeña ciudad a donde pertenecía con todo y cada uno de sus integrantes. <Mi abuelo siempre lleva las velas> recordaba el animalito en alguna hora del día. Yo amaba su diálogo interior, la forma de relatar cada aspecto de su entorno con tanta particularidad y los dibujos de ojos tan pequeños que no me hacían pensar que, en realidad, esos animalitos apenas si ven y que, por tanto, un interior con luz era una misión de suma importancia. Eso me lleva a revisar mi propia casa después de una visita de mis abuelos. La primera cosa que me asombra de eso es que antes yo iba a verlos y ahora ellos pueden venir a verme. Eso dice de cuánto (nos) ha pasado el tiempo. La segunda es que, a pesar de mis hábitos y misantropías, ellos siempre aguardan a que vuelva del trabajo o duerma la siesta y que de la casa notan los desperfectos como el lavabo, la planta que se seca, las ollas inadecuadas pero también la perfección, por ejemplo, en el espacio más iluminado o fresco de la casa y en lo hermoso que es el gato cuando juega. Mi abuelita dejo un cactus de los que parecen viejitos en la mesa y los trastes con un trapito encima y no he podido moverlos de ahí. Ahora que no están la ausencia es más extraña que antes porque parece que es la primera vez que la he padecido. Quizá por eso volví a leer a ese cuento.
Hogar Dulce Hogar por Gabriela Cano
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