Hambre por Armando Castillo Toro

Tiene un hambre metafórica, una contaminación metafórica que le quema las entrañas, un deseo que le trasciende, unas manos que se mueven delicadamente, que buscan la desnudez de la carne en silencio, silenciosas como la agitación en su respirar, usa toda su concentración errática para que esas ansias desesperadas permanezcan sumergidas en una mar de saliva salada, un mar que baja como río por su garganta, con el caudal flaco.

Allá duerme ella, ¿duerme? Sí, sólo los hombres somos tan idiotas para pensar que la persuasión es parte del cortejo, así lo quieren ellas, dormir o fingir hacerlo es un truco más en su arsenal, permanecer en el idilio de lo estático, dejarnos temblando a solas con sus cuerpos, con la belleza atrapada en sus labios entreabiertos, con el deseo vibrando bajo esos largos cabellos que se extienden como pequeñas serpientes por toda la oscuridad que desde hace horas ya perdió su negrura bajo la vista hiperactiva que zigzaguea sin descanso de arriba a abajo, impregnándose en el bulto que esconde ese cuerpo misterioso, intuyendo algún síntoma de vida, forzándose a seguir deseando cada segundo como si el futuro le debiera algún capricho, —éste y solamente éste y no pediré otro más— se repite sin cansarse, pero nada, un silencio tosco y embustero se enturbia en la recamara, un silencio que anhela un grito de pasión o por lo menos un suave susurro dicho al oído, la madrugada puesta en un lado de la balanza, el instinto voraz amaestrado con un sentimentalismo extranjero en la otra y los corazones son los únicos que se retuercen con una honestidad feroz por que para la sangre cualquier instante es el correcto…

Una corriente fría entra por debajo de la puerta casi intencionalmente para sacarlos del sopor, ella no se ha movido ni un centímetro, la mañana se presiente, el pantano se limpia y cuando se ha ido se apresuran los suspiros sin retocar, como de quien empieza a pensar en la derrota, el cansancio llega de pronto y afloja los músculos, el cuerpo quiere silenciar a la mente, él cierra los ojos, ella empieza a roncar suavemente y voltea su rostro hacia dónde está él, duerme, ahora sí, un poco de saliva resbala de sus labios, los dos se han quedado sin fuerzas por batallar en secreto uno contra el otro, contra sí mismos, contra el mundo entero, él estira su mano con el último acto de valor que le queda y toca su mejilla con suavidad, ella no se percata, empieza a culpar al destino cruel, a la noche que le ha arrebatado su última oportunidad, los pájaros trinan, él también de repente se queda dormido.

Historia Anterior

Introspectiva desde un paisaje gris por Luis Bernal

Siguiente Historia

Despierta por Coralia Mares