Dos veces al día escucho a los pájaros con su pandemónica silbatina.
La primera, cuando a través de la ventana, el aún adormilado sol empapa de luz anaranjada mi cortina, sacudiendo otro amanecer sobre mi retina.
La segunda, cuando el frío arrecia y las tinieblas difuminan los espacios hinchados por la voluntad o indiferencia de un sol que, cansado, se esconde tras la silueta de un gigante cadáver de piedra en eterna contemplación, en sepulcro de hierba y atardeceres sin comparación.
¿Qué harán con el resto de su día? ¿Escapan a jornadas de 8 horas con Excel y calculadoras? ¿Se teletransportan a otros mundos con los ecos de sus chirridos profundos? ¿Vuelven a sus rinconcitos calientes a esperar impacientes con whiskey y cigarros pestilentes?
¿Serán proyecciones diseñadas para apreciarse solo dos veces al día? ¿Tendrán vidas secretas con risas y melancolía? ¿Cantan y aletean en esos dos instantes de armonía, para reposar estáticos como vegetal en agonía?
O probablemente sea yo, el fantasma intermitente, y solo cuando ellos salen soy consciente. Puede que mi latido se mantenga activo 24 horas, y mis sentidos sean tan mecánicos como rígidas locomotoras.
Un organismo autómata, vivo solo por definición. Hongo zombie e inmóvil, que eclosiona del podrido cráneo de una afortunada hormiga infectada, liberándose dos veces al día de su prisión mortuoria. Siempre al ritmo de la pandemónica silbatina, la que se anuncia con cambios lumínicos en mi retina.