Y ¿Por qué me fui? Por: Aidan Cero

Era un recuerdo que había quedado guardado y empolvado en mi mente.

Y así, sin más, una tarde cualquiera, brotó a la superficie lo que me dijo ese día: «Tengo miedo de aburrirte».

—¿Por qué habrías de aburrirme? —le pregunté.

Estábamos frente a frente en un restaurante. La miré con ternura y mucho cariño, porque me habría imaginado cualquier cosa viniendo de su boca, menos eso. Si hubiera sabido que era yo quien creía que la había aburrido desde mucho, muchísimo antes.

—No vas a aburrirme —le contesté—. No tengas miedo de eso.

Y no, ella, ELLA no me aburrió. Cuando me fui, todavía amaba mucho su perfume, su sonrisa, los tonos de su voz y su risa, la forma de sus manos y cómo se sentía su cuerpo junto al mío cuando nos permitía proximidad. Aún amaba su presencia silenciosa, su forma de contarme el día…

Y no sé si el cansancio tiene que ver con el aburrimiento; no lo sé. Aún después de tanto, es algo que no he llegado a descubrir.

Cansada, sí que llegué a estar.

De no estar en su lista de prioridades, de imaginar a una amante que nunca sería, de los besos que no llegaban, de los silencios interminables que seguían a una discusión, de sentirla lejana, de tener miedo de ser yo.

Cansada de no saber si me quería, si le atraía, si me veía con ella hasta hacernos viejas. Cansada de sentirme sola, de la frialdad.

Del brillo que, poco a poco, se fue volviendo nada y de las interminables ansiedades que se hacían grumos en mi mente. De no sentirme valorada, casi, casi como un adorno ahí… abandonado, olvidado.

Yo no me fui aburrida… jamás me aburrí… y, como haya sido, me largué porque encontré el amor por mí, que no había tenido en años, por haberlo volcado en ella.

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