Uno de los escenarios para el teatro de calle en el Festival Internacional Cervantino es la explanada conocida como Plaza de las ranas, ubicada frente a una de las poquísimas áreas verdes en la zona centro de Guanajuato, los famosos Pastitos. Ahí se ha montado un escenario que resulta un tanto confuso, pues su posición en diagonal limita la visión desde los pastos, donde usualmente se instala el público nocturno cuando hay conciertos que incitan al baile.
Frente a ese escenario, delimitado por unas vallas metálicas, se ha colocado un semicírculo de sillas plegables que no corresponden al ángulo de visión; de hecho, está bastante lejano. Resulta que en la plaza hay dos escenarios: el armatoste para la música y el que las sillas enmarcan para el teatro. Se agradece el detalle de proveer asientos, pero, tal como su categoría lo indica, ¿no restringe eso el alcance de las artes callejeras?
Las sillas están todas ocupadas; hay una fila de jóvenes hasta adelante sentados en el piso; algunas personas se apoyan en las esculturas de anfibios y otras esperan de pie. El equipo técnico ha puesto corridos norteños para la espera y la gente parece feliz cantando, ¿a quién no le gusta esa increíble música llena de festividad y tragedia?
Mientras el norteñito ameniza el ambiente, un hombre con traje de obrero ajusta presuroso una serie de tubos que constituyen la escenografía. Se ve apurado, como si de su trabajo dependiera el inicio puntual de la función, sobre todo cuando se anuncia la llamada segunda.
La gente sigue llegando, buscando el mejor sitio, peleando con el personal de apoyo cuando le piden dejar libres ciertas marcas y accesos. Platican con el barullo normal de una plaza pública, cuentan chismes, saludan a gritos a los amigos, ríen estruendosamente, dan las seis en punto, se inquietan, se quejan.
Tercera llamada. El operador continúa ajustando la instalación. Es el actor, pero nadie, a menos que haya visto el video promocional, lo sospecha. La función comenzó media hora antes, pero nadie se había dado cuenta, ni siquiera cuando la música de los queridos Cardenales fue reemplazada por los sonidos propios de una jornada industrial.
Entonces suena una voz pregrabada y, finalmente, el público se acomoda en su lugar apenado. “¿Quién soy; cuántos días llevaré haciendo lo mismo; alguna vez mi sudor habrá sido dulce o siempre amargo? A veces preferiría ¿ser o estar? La verdad no sé qué es lo que preferiría”.
El hombre, afanado, prolonga sus labores, ajusta y supervisa. El sonido de máquinas continúa mientras el tránsito de la calle, en consonancia, sigue su curso. Se despoja de la camisa del uniforme, la coloca en un gancho y cuelga este en uno de los tubos para dar inicio a una marcha al estilo de soldados y reacomoda su prenda sobre un tubo más alto creando una especie de espantapájaros. Luego silencio.
Después de esfuerzos inútiles por mover la estructura, el personaje hace presente una especie de tumba con la foto de una mujer a blanco y negro, flores amarillas, una vela al pie y en la parte superior un rehilete. Es sorprendente cómo el teatro de calle hace surgir de la “nada” o de los objetos más simples una historia llena de sorpresas.
Una bola de cristal aparece en sus manos y con ella realiza proezas de equilibrismo. El aplauso suena y llueven las ovaciones, aunque aquella triste figura está contando una tragedia. Del pequeño santuario, el hombre toma una falda colgada en un gancho y, entre una música de antiguo salón, baila junto a su compañera imaginaria o perdida.
Camisa, guantes… prenda a prenda desnuda la parte superior de su cuerpo y se inmiscuye por debajo de la falda. En la bocina suenan chiflidos; él viste ahora la falda y un pedazo de tela se convierte en un velo que cubre su rostro sostenido por la cristalina esfera.
Malabares, luego la angustia en su mano con un cincel que golpea violentamente una piedra con forma de cabeza. Una que otra acrobacia ocurre en la escena y la gente aplaude desbordante de sorpresa. ¿Acaso se resisten a recibir mensajes incómodos y descifrar signos complejos, o es que nuestra sensibilidad ya solo reacciona a la espectacularidad de lo inmediato?
Plácido, el individuo descansa recargado en la estructura y repentinamente lo invade un arrebato de furia cuyo grito es exclamado por el gesto de su rostro, aunque no hay sonido.
Con los ojos vendados, las acrobacias oscilan sobre un cable tenso entre intentos “fallidos” y desesperados. Después, en calzoncillos, la vista despejada y una sonrisa llena de pureza, la destreza es innegable mientras conecta con un hilo rojo la camisa industrial con la falda también sostenida en lo alto del otro extremo.
“Elegí caminar interrumpidamente, a veces hacia adelante y a veces hacia atrás. Para encontrar el centro de mi ser necesito el equilibrio, para ser, para volar… Los pies en la tierra y los sueños listos para florecer”, concluye sonriente y satisfecho David Orozco en este circo unipersonal de Circo Plantae.
Entre el público, se oye el aplauso de rutina, quizá un tanto confundido porque este no es el circo oaxaqueño que imaginaba. ¿Será conveniente replantear este concepto, indagar en su historia, en los dramas de sus personajes y artistas? Sin embargo, ese es el encanto que tanto nos gusta de la calle: irrumpir, provocar, sembrar desconcierto, agitar la conciencia.
NAGASI’ el equilibrio es aquí y ahora
Circo Plantae
16 de octubre de 2024
Los Pastitos