Su abuela se lo dijo, entonces debía ser verdad. De joven había nadado tanto tiempo que dos perlas taparon sus oídos. Fueron perlas tan grandes que el doctor del puerto jamás pudo extraerlas y por eso quedó sorda, así que lo mejor era no volver a nadar ahí. Sentadas en la arena, con una luz coral sobre el rostro por el atardecer, su abuela le contó lo difícil que fue para ella entrar en una soledad tan oscura y silenciosa como las profundidades del océano. Dejó la escuela y sus padres decidieron encomendarle el hogar, ya que en la cocina lo primordial no era precisamente el oído. Poco a poco su familia la aisló de la peor manera posible, con lástima y condescendencia. Al paso de los meses le prohibieron jugar con sus amigos, pues no la creían capaz de desenvolverse como los demás y eso aumentó de a poco su vergüenza hacia su nueva condición.
Cuando se volvió sorda a los once años su abuela ya no podía salir sin una mano sobre el hombro y apenas sabía leer las notas por las cuales se comunicaban con ella. Sin embargo, al paso del tiempo a las personas empezó a molestarles tal requerimiento, le exigieron leer los labios. No había otra cosa que le afligiera tanto a su abuela como leer los labios y hablar sin escuchar su propia voz. El recuerdo de haber pertenecido a algo y de pronto ser excluida fue un peso insoportable. Una mañana despertó con la firme convicción de no volver a pronunciar palabra con nadie indispuesto a adentrarse en su mundo. La abuela siempre extrañó la voz de su madre, de las olas, del viento, pero jamás las echó tanto de menos como su propia voz.
Aún permanecían en la playa cuando el crepúsculo terminó por hundirse, derramando la oscuridad y esparciendo estrellas flotantes tanto en el mar como en el cielo. Esa era la hora favorita de Emilia, porque cielo y mar reflejaban perfectamente su transición a la penumbra. Ella la había bautizado como “la hora espejo”, un momento cúspide en la sublimidad del mar sólo perceptible después de “la hora azul”. Para su madre siempre significó una tontería llamar así las ocho de la noche pues, según ella, el océano siempre refleja el cielo. Pero en realidad su madre no comprendía que los espejos en una habitación oscura son más especiales y místicos que cuando reflejan una insípida pared azul. A Emilia siempre le pareció que a través de un espejo en la oscuridad podía transportarse a cualquier lugar deseado, unirse a mundos y mentes más allá de lo terrenal. Por ello cuando contemplaba ese espejo líquido la invadía un sentimiento de total éxtasis, un anhelo por unirse a las olas que la cautivaban con su vaivén. Esa noche sentía un profundo deseo de dejarse arropar por el agua y fundirse con el mar, fundirse con la abuela y convertirse en pez, pero la tristeza la anclaba en la costa. Por primera vez en su vida tenía el privilegio de conocer la voz de su abuela y lamentaba oírla tan bajo y distante. Con el pulgar y el meñique estirados la mujer llevó una y otra vez su puño en la barbilla, era la seña de “perdón”. Era de las primeras señas aprendidas por Emilia de aquel extraño y “humillante idioma”, como solía llamarlo su familia. Lágrimas surcaban las mejillas grietosas de la anciana mientras su rostro enrojecía por el esfuerzo de tejer su voz después de tanto tiempo, “¡perdón! ¡perdón!”, gritaba entre llantos. Por la tarde la mamá de Emilia le escribió una nota con el veredicto del doctor con respecto a la salud de su nieta, de a poco dejaría de escuchar. Apenas hubo terminado de leer tan terrible noticia tomó la mano de la niña y la llevó a la playa, alguien entraba en su mundo y necesitaba de un guía. Fue entonces cuando le transmitió su historia mientras las cubría el crepúsculo. La abuela se disculpó con Emilia, por haberle legado las perlas de su desgracia.
Sin embargo, poco le duró su intención de enmienda. Su hija llevaría a Emilia a la capital del estado donde pudiera verla un especialista. “Excusas”, pensaba la niña. Conocía la intención de su madre por formalizar su noviazgo con un hombre de la ciudad. Ya la había visto con él, paseando por el puerto tomada de su brazo. La verdad es que Emilia ya no tenía esperanzas, desde aquella fiebre en cama con los tímpanos hinchados le parecía oír menos cada mañana. Tenía razón la abuela, habían sido dos perlas en los oídos después de tanto nadar. Seguro había sido aquello, recordaba cómo empeoró su hinchazón después de nadar ahí, pero a pesar de eso anhelaba volver. Le gustaba adentrarse en ese cielo y nadar con la misma dirección del oleaje, hacia la costa. Una y otra vez, nadando en el mar.
La capital era muy diferente al puerto, no sólo por su aire y su gente sofisticada, sino porque la ciudad enmudecía su voz más que las olas. Ante el médico o en la casa del novio de su madre, que por cierto era un viudo con una hija grosera y caprichosa, todos hablaban sobre lo “espantoso de su situación” sin preguntarle mucho al respecto. Era el recurso para romper los silencios, pero jamás protagonista de las conversaciones; era la excusa para atraer un nuevo amor, pero no alguien digna de recibirlo sin lástima. Una niebla cada vez más densa la oprimía, convirtiéndola en un fantasma aislado en un rincón; la miraban sólo para conmemorar la tragedia sobre la cual se edificaría una nueva familia pero nadie advertía el nubarrón sobre su cabeza. Lo más horrible era imaginar toda esa desolación como su nueva vida. La entristecía no estar en casa, junto a las manos de su abuela que siempre tenían algo que decir y algo que dar. Esas manos siempre supieron disipar la neblina.
Una tarde Emilia se cansó de ser el fantasma de una memoria dorada y flotó hacia su alcoba. Apoyó su cabeza contra el vidrio de la ventana y contempló la hora azul. En ese momento le pareció que la nube sobre su cabeza se precipitaba convirtiéndose en espuma y junto a sus lágrimas llenaba de mar la habitación. De esa forma aguardó a que se derramara la oscuridad y subiera la marea. Sólo entonces se quitó ropa y calcetines para meterse a la cama como solía nadar, en interiores. El lecho estaba justo frente la ventana, desde ahí podía contemplar el cielo nocturno de la ciudad. Aquella vista era su único consuelo a pesar de no admirarse igual las estrellas como en la playa. Tiró de la cobija hasta dejar los pies descubiertos para sentir como el viento frío que entraba los lamía como olas. Entonces Emilia se transformó en pez. Era un pez nadando sobre su cama, un pez cruzando por la ventana cuando dos perlas brotaron de sus branquias y volaron al cielo como un par de estrellas. Emilia sacudió sus aletas felizmente, atravesando las luces nocturnas de la ciudad, ascendiendo directo hacia ese mar de perlas. Después de cruzar el cielo justo en la hora espejo, de un momento a otro, estaba emergiendo del océano. Se meció sobre la espuma del oleaje y al cerrar los ojos soñó con ser una niña atrapada en una pecera. Horas después madre, novio e hija sólo encontraron sábanas bañadas en agua salada y una ráfaga de aire ondulando las cortinas. Una niña despertó a la orilla del mar.
El presente texto formó parte de: Voces indómitas. Antología de narrativa breve escrita por mujeres, Crisálida Ediciones, 2022.