¡MACACOS NO! por Joan Carel

Fotografía: Germán Romero

Finalmente, llegaron puestas en escena sobre la historia brasileña y sus problemáticas al 52 Festival Internacional Cervantino. Una de ellas fue Macacos, del actor y dramaturgo Clayton Nascimento, contundente en investigación, montaje e interpretación.

Motivada por episodios futbolísticos donde se ha llamado ‘simio’ con intención peyorativa a jugadores de piel negra, como al portero Mário Lúcio Duarte Costa, “Aranha”, en 2014, o Vinicius Junior, jugador del Real Madrid, en 2023 —caso que ha dado pie a campañas contra el racismo por otros deportistas—, Nascimento abre el telón exponiendo cómo el término ‘macacos’, palabra que repite con furia proyectando la voz en todas direcciones, es un insulto constante en la vida cotidiana de los afrodescendientes en Brasil.

“Ya sabemos cómo acaban las cosas para los negros y las negras”, dice de manera natural y plantea que la arena del escenario es un lugar donde todo es posible, por lo que en esa función va a permitirse soñar. Así, realiza un recuento, por momentos cómico, de algunas grandes divas de la música desde los años veinte hasta la fecha, como Beyoncé o Bessie Smith. ¿Por qué la gente le aplaudía si en la calle la insultaban?, plantea sobre esta última “Emperatriz del blues”, señalando que él ahora va a cantar lo que ella nunca pudo.

Citas de Joaquim Maria Machado de Assis, uno de los más importantes escritores brasileños y descendiente de esclavos libertos, sobre la perversidad del sometimiento sirven como preludio para la narración de la muerte de Eduardo Jesus Ferreira, niño de casi diez años, por el autoritarismo de la policía militar en 2015.

El actor viste un short negro, su cuerpo está desnudo y destaca su cabello rizado. El juego de las luces y las sombras, junto con el ritmo de los diálogos y su trabajo físico, crean los escenarios, los personajes y las acciones de una manera que, más allá de la fluidez o la calidad innegable de su talento, modera y alterna las intensas  emociones para transmitir un mensaje cuya recepción sea soportable, incluso con su brutalidad.

Con una lámpara frontal, el movimiento del actor hace que su sombra crezca en proporción a la angustia del crimen, cuando el niño, quien solamente esperaba a su hermana fuera de una casa, recibió una bala en la cabeza bajo el pretexto de la marginalidad de la favela: “la policía entra para hacer cumplir la ley”.

Que la gente se detiene para observar, pero no ofrece ayuda, es la denuncia ante el ruego de una madre negándose a abrir las puertas de su casa, obligada a dar cabida a “la paz” en “legítima defensa” que irrumpe y violenta.

“En el teatro es posible decir una verdad verdadera, el teatro da origen a la democracia”, sentenció Nascimento para replicar una conversación con Terezhina Maria de Jesus, madre de Eduardo, y dar espacio a la lectura de una emotiva carta de despedida que esta escribió: “Hijo, he decidido soñar contigo” y entre las seis y siete de la tarde llora por el recuerdo de la rutina que ya no ocurre. A través del cuerpo de Clayton, por último, lanza un beso al cielo.

El actor reflexiona sobre la importancia de nombrar a esas mujeres que reclaman justicia y a las víctimas; borrar los nombres y las identidades es todavía uno de los efectos de la colonización. La luz baja y se oye la confusión de una serie de personas ante acusaciones infundadas entre gas y golpes, el miedo que implora, “por favor”, les sea permitido demostrar su inocencia: Amarildo, Claudia, Genivaldo, Ágata…

“El genocidio de mi pueblo indígena y negro, que no puede contar su historia, es capaz de contar la historia de mi nación”. Sobre su cuerpo con un labial rojo, Nascimento recuenta los 380 años de historia de los esclavos afrodescendientes en Brasil. Un barquito de “descubridores” navega por su piel-mapa, para referir el refugio de los pueblos indígenas en las florestas del río Amazonas, la separación y el aislamiento obligado en lejanas regiones, la concentración en Bahía de las princesas y los príncipes africanos secuestrados, convertidos en esclavos y confinados a ese nordeste de inhumana sequía.

Sigue el repaso de las inconsistencias en la Ley Aurea (1888) y su efecto represor de las luchas de otros héroes negros para dar protagonismo a los falsos motivos de la princesa Isabel, las torturas realizadas por la Inquisición y la Corona en Río de Janeiro, la constitución de la prisión de Brasa, en São Paulo, y el inicio del espectáculo en Pelourinho donde la nobleza celebraba el escarmiento público de los esclavos.

En Brasil, las madres negras siempre supervisan que sus hijos lleven sus documentos de identificación. En la estadística mundial, cada veintitrés minutos una persona negra muere a causa del racismo. Pocos hijos de padres obreros, como Clayton, continúan sus estudios superiores; muchos desertan desde los niveles básicos, si es que llegan a ir a la escuela, pues una gran cantidad de niños deben quedarse en casa para cuidar a sus hermanos, niños que viven y crecen en entornos de violencia con madres solteras; la gran mayoría se convierte en padres adolescentes o tiene que trabajar para solventar las necesidades familiares. Aun cuando las universidades públicas brasileñas son las mejores, en ellas las personas pobres son la minoría.

Desde hace siete años, el intérprete ha realizado una investigación histórica, política y social para conformar este discurso escénico sobre el genocidio negro. “Estoy haciendo lo que puedo”, comentó abriendo un conversatorio en español con la audiencia para conocer las condiciones y efectos de la colonización en la cultura local, de la misma forma en que lo ha hecho a lo largo del mundo.

Personas mexicanas, brasileñas, latinoamericanas, estadounidenses, asiáticas y europeas se muestran en un principio tímidas, pero, conforme habla un par, las ideas se encienden. Tristemente, las últimas referidas salen del recinto porque creen que la función terminó y eso es “inecesario” (el privilegio occidental de la indiferencia).

Un colombiano indica la transformación denigrante del indigenismo ‘guaricha’, cuyo significado original era ‘mujer hermosa’, y ‘guache’, de ‘indígena’ a ‘brusco’, ‘ruin’ y ‘canalla’. Clayton relata su hallazgo en el Museo Diego Rivera de varios desnudos femeninos: todas las mujeres tienen nombre, excepto una con anatomía negra y rostro difuso. Algunos aprovechan para expresar su furiosa indignación por el exterminio palestino y la difamación terrorista. Otros comentan no saber de la población afroamexicana hasta hace poco. Muchas voces se suman sobre la riqueza de las lenguas originarias y las leyes en protección de los pueblos indígenas apenas aprobadas, de sus movimientos hace décadas por la visibilización y la dignificación. Unos más se quejan de los medios de comunicación, de la apropiación cultural y la gentrificación.

¿Por qué nadie mencionó a las madres mexicanas que buscan a sus hijos en fosas clandestinas del crimen organizado, si el mismo Clayton tomó como referencia ese hecho para contextualizar esta última función de su tour, si están incluso en la reseña con que se promocionó la obra? ¿Es que se necesita que pase el tiempo, convertirse en historia para reconocerlo, para tomar conciencia y acción? En este momento, como los vecinos de Eduardo y Terezhina, ¿observamos en silencio?

A medida que los comentarios avanzan, esa aparente unidad indignada evidencia también el riesgo antitético del rechazo hacia las diferencias, el peligroso hermetismo de los grupos por la supervivencia, por salvaguardarse de cualquier posible amenaza que contradiga su identidad y creencia.

El actor parafrasea a Eduardo Galeano, “todos llevamos sangre indígena, unos en las venas y otros en las manos”; señala que él habla ‘brasileño’, pues el dialecto de su país es muy distinto al de Portugal, y da a conocer que figuras políticas están emergiendo de las comunidades indígenas. Luego invita al público a hacer juramento de que recordará las cosas dichas en el encuentro y pregunta si creen vivir en en un estado democrático: casi todos responden que no. Esa pregunta es la puerta para volver a la escena; “dile a las personas que te rodean, porque quienes inventaron géneros musicales fueron invitadas al mundo como ovejitas que no debían reclamar, sino trabajar”. La gente negra no quiere una venganza histórica, señala, quiere respeto, porque “si no hay cuerpo no hay crimen; si no hay crimen, no hay culpable”.

En la última escena, la palabra ‘macacos’ vuelve a inundar el espacio resignificada: no como agresión, sino como protesta entre el rojo y el azul de las patrullas en un callejón a media noche, ese término instaurado en la posterior colonización francesa, cuando se instaló un zoológico con gente negra en Europa y así le llamaban.

“Ahora tú conoces la verdadera historia. Dije cómo esta obra iba a terminar”. En las manos, sostiene una bandera con fotografías de personas desaparecidas y porta una playera con el nombre Eduardo, su edad y el lugar del crimen. #JusticiaParaEduardo, pide compartir a la audiencia en sus redes sociales, pues esta obra logró que se reabriera el caso archivado. En una grabación, se oye la voz de su madre, quien dice no creer en la justicia, la política y ni la policía, pues esas tres funcionan con dinero, ella solo confía en Jesús.

“La carne más barata del mercado es la carne negra, que va gratuitamente a la cárcel y dentro de las bolsas de plástico”, suenan los versos de la canción de Pedro Aznar, con lo que cierra el telón de quien ha ganado los premios Shell de Teatro y APCA al Mejor Actor y concluye con el puño en alto: “¡MACACOS NO!”.

Macacos
Clayton Nascimento
26 de octubre de 2024
Teatro Cervantes

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