“Había una luna grande en medio del mundo”
Pedro Páramo, Juan Rulfo
Fue unas semanas después de volver a los Estados Unidos cuando me llegó la nostalgia por el olor al cempasúchil. Era sábado por la noche, una semana antes del Día de Muertos. Yo salía del baile social con deseos de haber estado borracho, aunque me diera miedo emborracharme en las calles de este país. «El miedo no anda en burro», dice mi madre. No hubiera aguantado una borrachera; el cansancio físico de la chamba y el desgaste mental que traigo me dejan pocas fuerzas. Además, estoy awuitado. Ese es el principal motivo por el que no quiero quedarme más tiempo. Me basta con haber bailado tanto como para que se me calentaran los pies.
Miro mi teléfono y maldigo la recepción, que me tiene en duda de saber si mi Uber viene en camino o no. Ojalá el visto en el que me dejaron hace una semana fuera solo mala recepción. Me fantasmearon. Volteo al cielo llevando mis manos al soplo de mi boca, tratando de calentarlas. Casi no hay estrellas. Apenas se ven en esta ciudad atrapada en una nube de polvo. Mucho campo capitalista, su producción desmedida pasa factura, castigándonos sin disfrutar la belleza del horizonte. Maldito Fresno, en la noche las constelaciones se cortan y difuminan sin piedad y, por el día, las montañas que lo rodean parecen el paisaje dibujado en la libreta de un niño, donde apenas se ve su contorno.
Una notificación me avisa que mi conductor está en camino. Ella no va a responder. Yo quería mostrarle lo bonito que huele el cempasúchil. A ella le habría perdonado que me dijera que me disfracé de Coco, no como a otros gringos majaderos que no saben nada de cultura mexa. Me ghostearon en las fechas más acertadas y el cielo se me volvió más melancólico en estos lares. Ella fue quien me dijo que apenas se veían unas cuantas estrellas de las que había en realidad. Es por la capa de polvo que cubre el valle. Aun así, se ven unas cuantas. Siempre habrá estrellas que brillen lo suficiente para que su luz viaje hasta nosotros.
El domingo es santo, aunque nos agarre de bajón. Por eso no falto a misa. No es tan santo como para detener el capitalismo, por eso voy a la lavandería. Siento que si lavara el sábado no descansaría ni un día, ya que al siguiente ya estaría poniendo en orden todo para volver a empezar la semana. A la misa se me olvida llevar anotados los nombres de mis fieles difuntos para conmemorarlos la siguiente semana. Me tocará hacer la plegaria personal: Josefina Hernández, José Luis Zorrilla Pérez, Leopoldo Sánchez Rivera, Leticia Sánchez Rodríguez y «Quitita», la abuelita de mi mamá, de quien jamás he aprendido el nombre. No le he mandado las fotos que me pidió por WhatsApp y saqué de contrabando de los álbumes familiares antes de migrar. «Sí, ma, no se me olvida mandarte las fotos. Acá las tengo guardadas, al rato te las mando para que las imprimas para la ofrenda.» Loquísimo, ahora le tomamos fotos a las fotos.
Aunado a la misa y a las casi tres horas en la lavandería, quiero dedicarle el resto de mi tarde a la lectura de Pedro Páramo. El martes pienso asistir a un club de lectura en un centro cultural latino. Me entusiasma mucho esto. Alguien tiene que enseñarles el poder de las sagradas escrituras de nuestro señor Juan Rulfo a los gringos, pienso. Pero mi rentera tiene otros planes. Después de la comida, se nos escurren las horas de la tarde hablando de una cosa, y, caída la noche, nos tomaremos un cafecito por aquello del frío. Dios bendiga a la señora Benita, que me abriga con su sazón y su charla. Ya para cuando inicie la lectura, solo pasarán unas cuantas páginas hasta que decida que es mejor dormir. Quería leerlo de una sentada, como dicta la tradición de los libros chiquitos. Será mejor que la lectura espere y me abrace al amanecer. Por otra parte, hoy doy inicio a una intensa obsesión con la canción «Sin tus estrellas» de Jenny and The Mexicats. Ay, es que la cumbia me hace un no sé qué en el corazoncito, como a todo buen mexicano. Además, eso de que una güera inglesa la toque con harto sabor me mueve las fantasías más idílicas.
Lo primero en la mañana será abrir el libro de Rulfo con mis manos frías, no tanto como las de un muerto, sí como las de alguien que tiene lejos el calor del hogar. Llevaré al pueblo de Comala a recorrer pedacitos de Fresno en el transporte público. Tengo que conseguir unas tijeras para podar. El ojete de mi mayordomo me suspendió dos días con el pretexto de que no puedo rendir si no tengo unas buenas tijeras. Puras mamadas. La condición para volver es conseguir unas tijeras nuevas, pero ahí, bajita la mano, dice que él me vende unas para que se me noten las ganas de trabajar. Viejo mañoso. Tendré que gastar 90 dólares que apenas empezaba a ahorrar. Sumando los dos días que no trabajé, perdí casi otros 250, más o menos la renta de la sala en que duermo.
La salida a buscar mi material de trabajo le cae de perlas a mi ejercicio lector. El bus se va convirtiendo en mi lugar favorito para leer y la relectura me resulta más que apasionante, tanto como para tardar en llegar al Home Depot casi una hora y media, en lugar de los cuarenta minutos que debieron ser. En la tienda veo tantas cosas que me hacen falta en lugar de las benditas tijeras; incluso debería estar buscando un cobertor más grueso, pero no, todo por el capricho del mayordomo. Tengo que ir a otras dos tiendas a buscar unas que estén menos pesadas. Es que por eso no rindes. Lo bueno es que tengo unas sudaderas que me tiran el paro y un cobertor que, aunque no es de tigre, entra al quite. También ya pagué mi comida, así que de frío y hambre no me muero esta semana.
Lo que hace el enfado. Consigo unas tijeras que pesan lo mismo que las que ya tengo, pero son las más baratas que hay, y paso de estar molesto por todo esto, a decir «sí, sí, ya, a la chingada» en un segundo y encontrarme caminando en dirección a una librería sin remedio ni responsabilidad financiera. Para eso trabajo, es lo que me digo cuando le mando dinero a mi familia y empiezo a guardar un poco para el porvenir. Ahora lo digo cuando estoy cerca de pagar casi otras cien bolas estadounidenses en mi adicción a las letras. Para esto sí no pienso que gasto en libros casi la mitad de mi renta. En mi defensa, con esto planeo completar mi tanda de lecturas para pasar el invierno encerrado. Es el famoso Barnes & Noble, una Gandhi gringa. A pesar de lo combativo, impera la razón en mí, y en cuanto entro, me acerco a la caja a preguntar si debería dejarlas en algún sitio. Cuando la señora al otro lado me voltea a ver, se sorprende apenas un segundo antes de sonreír. «It’s not necessary, haha, you can keep them, just please, don’t cut anybody.» Caray, cuánta confianza, segurito el de seguridad andará pegadito todo el rato. Tengo ganas de pleito, de decirle «racista» o algo así, aunque entendería que me sigue por el arma blanca que he acomodado en mi cuello para tener las manos libres. Siento que parezco asesino de película, pero nadie me sigue ni se extraña tanto por mi presencia más de lo normal. Pinches gringos, hasta cuando quiero que me caigan mal, no pueden caerme bien. Salgo feliz. Llevo a Toni Morrison, Alejandro Zambra, E. E. Cummings y la parte cariñosa del gasto: una antología de poesía Latino con pasta dura, que me hará tener un conflicto al descubrir que se refieren a «latino» a alguien que sí, tiene sangre latina, pero que es nacido en este, que no es un país latino, mientras que el resto somos latinoamericanos, cuando todos somos americanos. ¿A qué grupo demográfico se refiere JLo cuando dice: «un grito para mi gente latino»?
Paso mucho tiempo en el bus, lo suficiente como para casi terminar Pedro Páramo, lo suficiente como para pensar en un cuento mientras veo por la ventana. Va sobre un mexicano obrero en los Estados Unidos que entra a una librería con unas tijeras grandísimas mientras se imagina formas horrorosas de matar a todos los gringos que se encuentra, nada más porque a unos ojitos azules se le quitaron las ganas de responderle los mensajes. Al carajo con el Trump, el amor líquido moderno me saca lo más vengativo en contra de las injusticias que sufre mi patria. Por la tarde iré a mis clases de baile y, justo cuando me faltan unas cuantas páginas para que Pedro Páramo se desplome, tengo que bajarme del camión. Leeré apresurado, esperando a que tarden en abrir el estudio, y finalizaré apenas unos segundos antes de que eso suceda.
Apenas lo termino, ya quiero volver a leerlo con urgencia. Quisiera comérmelo de forma literal para ver si así me convierto en un susurro de Juan, correr por todo el cerro y contarle a las estrellas lo maravilloso que es. Quiero leerlo otra vez, pero ahora rayándolo todo, absolutamente todo. No soy de rayar o marcar los libros, pero esta vez necesito señalar cada partecita que me guste, cada letra por más pequeñita que sea, que sienta que toca mi voz con su voz, que me estremece la punta de cada uno de mis pelos.
José Luis Zorrilla Sánchez, (Irapuato, Gto, 1997)
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Oye Damiana, ¿Por qué no estamos vivos?