Café Paris por Juan Maya Avila

Desde una de esas ventanas del famoso café París por donde el sol de la tarde entra sin pudor la vi atravesar la arcada del jardín de San Fernando, portentosa, morena, cabello negro con ese molesto copete que hace mucho debió pasar de moda, vestida con una chaquetita verde y un pantalón de color rojo que se le entallaba en el entre muslo y por eso digo que era portentosa: poseía una vulva de yegua, abultada; una vulva de esas que se te desparraman en la mano con que quieres abarcarla. El aire se llenó de olores. Era bonita, fina, de rasgos como a mí me gustan, de virgencita de iglesia, estofada, ojitos de miel y boquita de mamá. Dios me perdone, pero así es. Y así era ella y desde luego que en ese primer examen le miré el muñón y no me saltó para nada que le faltara el brazo derecho porque daba orgullo ver cómo lo presumía.

Sucedió en cosa de segundos: si llego al minuto, en el embeleso se me pierde y no la vuelvo a ver. Así que la atajé justo cuando pasaba frente al portal de la cafetería, el hermoso portal Alcorta. Le sostuve por el medio brazo…bueno, le apreté la carne hasta acariciarle las venas. Se detuvo, la impresioné. Le dije tres palabras al oído que nuca revelaré a nadie. Acomodó su muñón en mi brazo que yo ya había dispuesto a la manera de los grandes caballeros. No es por nada, entonces estaba hecho yo al puro estilo Arturo de Córdoba. Se vistió de púrpura el café París cuando entró la muchacha de mi brazo.

Me le quedé viendo un instante. El sol le daba en la cara. Imaginé lo peor. Que su madre tal vez sería una de esas viejas perdidas que se juntan fuera de la iglesia de San Fernando a meterse cualquier droga, a recostarse con infinidad de vagabundos y que, como bien lo constata la prensa gráfica, en muchas ocasiones dan a luz a seres extraordinarios para a la postre abandonarlos, como la mujer que tuvo un niño con tres piernas, el cual corría igual que las arañas y tras de que su madre huyera, él salió para alcanzarla y murió aplastado en la calle. A veces nada más el parto es el extraordinario, tan sólo hace tres años en la calle de Jesús María una muchachita parió a tres cerditos debajo de un pedazo de caja de cartón que, apoyado contra el grueso muro de la iglesia, le sirvió de casa durante el parto  y los tres días que duraron vivos ella y sus cerditos. Por ello, recalco, no siempre el producto es extraordinario, tan sólo el parto. Pensé que mi muchachita sería un personaje extraordinario. El muñón no era precisamente feo, no había cicatrices ni abscesos; en cambio me pareció un fino remache de carne suave, porque carne así solito tal vez se escuche demasiado abrupto, es más, ni siquiera diremos carne. Era un fino remache. Suave. Finalmente deduje que mi muchachita se llamaría Ánima Sola y la tendrían amarrada a la pata de un camastro, en un cuarto donde entraba la luz del sol al atardecer a calentar una alfombra donde ella solía dormir y así pasaron los años hasta que el vecino curioso o el gendarme conspicuo descubrió la trágica situación y a la madre torturadora le arrebataron a la criatura que después tuvo una vida aburrida en algún orfanato, salió al cumplir la edad adulta y terminó trabajando de secretaria, bueno, de secretaria no, de maestra o vendedora. En fin.

Ella se acomodó en su gabinete, pidió una limonada y me dijo su nombre. Presumió llamarse Pamela Zeta y se indignó porque no sabía yo quién era. No leo el periódico a menudo y los deportes no me interesan. Mucho menos estaba enterado de que existían unas olimpiadas para minusválidos. Y mi Pamela resultó ser campeona olímpica de natación. Hasta apareció en las televisoras, no una, sino varias veces y en la prensa y en la radio. Era originaria de la mismísima colonia Guerrero y la fama le disgustaba. No es lo mismo, dijo, que en el barrio andes de aquí para allá entre gente conocida que desde niña te ha visto el muñón, que incluso han atestiguado el crecimiento y desarrollo del muñón. Y como sea en esas vecindades nunca se está solo, cualquiera que sea la desgracia o estigma que nos aqueje. Por ejemplo, dijo, estaba su vecino Hernán Bastos, un ciego que cuando jugaban en el patio le confundía el muñón con una zanahoria (bueno, eso nada más lo cree ella) y ella, por no hacerlo sentir mal, dejaba que se lo estuviera chupando cuanto quisiera; a su amiguita María Michelena se le cayó la lengua a los ocho años y a los quince tuvo un novio tuberculoso: se burlaban de ella porque sus blusas blancas siempre terminaban salpicadas de sangre. Esos chamacos puros nutrieron la infancia de mi Pamela. Así pues, dijo, salir del barrio, competir en la olimpiadas, aparecer en televisión, significó mostrarse ante un mundo ajeno a ella. Pero todos se compadecieron muy hondamente porque en este país todos son muy conscientes, decía ella y eran exactamente sus palabras: ¡Muy conscientes! ¡Muy compadecidos! ¡Dios bendiga a este país! Le aplaudieron, le ovacionaron y conoció a muchos de los buenos escritores y académicos y artistas y gente de la farándula de ésas que salen en las revistas para damas. Hasta el presidente de la república la había recibido en sus oficinas. No le creí. Sacó un recorte de periódico ya muy rotito, lleno de dobleces. Las imágenes se habían casi borrado. Por supuesto que el texto de la noticia hablaba sobre una Pamela campeona de natación aun cuando no tenía el brazo izquierdo. El presidente la había felicitado personalmente, escribió el comentarista; no puedo aseverar si era ella en la foto o no, quise distinguir el muñón pero justo donde debió estar, había una gruesa canaleta descarapelada que se engrosó a medida que doblaban el recorte. Lo único que seguía reconociéndose a la perfección (porque ni siquiera el rostro del presidente estaba definido y a su vez era una mancha oscura y gris que bien pudo ser una falla de origen), era el retrato de Juárez debajo del cual el supuesto presidente le daba la mano a la supuesta Pamela. Mi preciosa también guardaba una docena de boletos de autobús de todas las giras por los pueblos y estados a los que la invitaron y podía recitar de memoria las primarias y secundarias que visitó como distinguida huésped. Un día le tocó llegar a Nautla, en Veracruz, y entonces conoció el mar. Lo primero que hizo fue echarse un clavado. Dice ella que sintió diferente, que el agua era como si estuviera bendita. Tal vez los efectos de la sal le hicieron percibir otro tipo de limpieza. Lo que vino después sí me resultó sorpresivo: propuso que la acompañara a Nautla para comprobar lo bien que se sentía estar en esas aguas. Luego se sonrojó avergonzada, creo yo, lo que da una idea de qué tan inocente llegó a mis manos. Puercas manos.

Nos vimos un par de veces más en el café París. Entonces ya éramos novios. Muy rápido para mi añejado gusto pero ella así lo quiso. Una tarde decidió que paseáramos en la Alameda y sin más dijo que era yo su novio. De ahí pasaron tres semanas. Cierta noche, después de merendar en el café París, hicimos el amor. ¡Dios! ¡Las bonanzas que da el deporte! Qué mujer imposible habían heredado mis manos. Entre penumbras pude deshacer a ese portento de sus ropas: qué carne, qué suavidad de piel, agua bendita le escurría entre los muslos, pude sentirla gotear, casi recogí su humedad con los dedos. Y ella gemía. Sentí en la oscuridad su aliento redomado en mis tímpanos y a su única mano aventurarse en mi turgencia, jugando con mis testículos igual que si fueran bolas chinas de relajación. Por lo regular no reparo si una dama decide dejar la luz encendida o apagada. En este caso habría sido un pecado de orden perpetuo no iluminar el cuarto. Saqué una veladora de mi bolsillo y la encendí. Una veladora chaparra, llenas de protuberancias de cera. Nada dignifica más a una virgen que la calidez, el misterio¾casi extinto¾ de un pábilo encendido. Pamela no me permitió hacer nada. Afanosa, por no decir atleta al fin y al cabo, buscó siempre satisfacerme y se frotaba contra mi cuerpo, inexperta. Yo parecía un becerro, mamón de leche, chupando de su muñón. Con la pesadez de sus muslos rígidos cobijó mi carne. La monstruosa vulva, ese molusco succionador, había ya trepado mi pito y nos devoró hasta dejarnos perdidos en un espacio amplio y oscuro. ¿Está por demás decir que sí fuimos al mar…

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