Charles Bukowski, ese autor que la mayoría lee por morbo, dijo en uno de sus escritos que “la censura es el instrumento de aquellos que precisan esconderse de la realidad y esconderla de los otros.”. De esas palabras siempre extraigo una reflexión: vivimos en un mundo donde las apariencias tienen un lugar dominante en la vida cotidiana.
En esa apariencia, sólo hay lugar para cuestiones ligadas a una moral predeterminada que nos dice qué es correcto y qué no. Lo que está del lado negativo siempre será juzgado como un factor que se debe reprimir, ya que su simple mención desestabiliza la delicada estructura de lo “positivo”.
Hace un par de meses me llegó una noticia que, al principio, desajustó mi estabilidad personal: al parecer, en una página web dedicada a la exposición de fotografías y videos, había algunas imágenes mías donde aparecía desnudo. La persona que me informó, me dijo que debía estar al tanto porque ese material podía afectar mi vida personal y profesional.
En un inicio, le di la razón y le agradecí por el gesto de informarme en cuanto pudo. Sin embargo, después de un rato reflexionando y analizando la situación, no pude evitar sentir que había mucha calma en mi persona. Por más que quería volver, como al principio, a un sentimiento de culpa y auto regaño, no podía. Me encontraba bien. Me sentía pleno sin importar las circunstancias.
Ahora, lo que quería comprender era el porqué de mi rápida estabilidad. Al analizar, caí en cuenta de que yo había decidido estar en una aplicación para buscar citas en donde, en más de una ocasión, había intercambiado no sólo fotos de rostro, sino también de mi cuerpo desnudo. Esa decisión, claramente, podía acarrear consecuencias, pero estaba al tanto de que mi información personal estaba en riesgo de ser usada fuera de mis manos.
Cuando verifiqué el sitio web, mis fotos estaban ahí, pero también estaban las de otros chicos que había visto en la aplicación y que, al igual que yo, habían sido parte de decisiones que nos ponían en el riesgo de una exposición pública. Reconocí a algunos y les informé la situación. Las reacciones fueron variadas, pero todas recayeron en un común denominador: el miedo y el enojo que la mayoría sentían al ver su información filtrada en un medio virtual de gran alcance.
Al escuchar sus opiniones y reclamos, yo seguía reflexionando sobre mi estabilidad personal. Después de varias opiniones llegué al punto donde me percaté de que no tenía miedo, lo cual me sorprendía. Lo más lógico era reaccionar como muchos de ellos y comenzar a buscar la manera de denunciar la página web, pero no tenía miedo ni enojo por mi cuerpo descubierto en un portal al que cualquiera podía ingresar. Al contrario, una parte de mí se sentía plena y hasta orgullosa.
Las aplicaciones que solemos usar los gays son una especie de callejón oscuro en donde la gran mayoría se pone una máscara para conocer a otros. Aún hay un gran tabú en el ambiente para ser transparentes e ir sin antifaces por la vida. Sin embargo, irónicamente, muchas personas muestran su desnudez, pero nunca su rostro. El cuerpo desnudo, muchas veces, es una carta de presentación que puede o no conseguirte citas y, por ende, conseguirte el fin principal de esas aplicaciones: sexo.
No mostrar el rostro, según he analizado, significa nunca exponerse por completo. Es un método de auto censura que no permite que la persona sea identificada y que, por lo tanto, siga segura ya que podrá realizar sus actos “reprobables” sin llegar a ser juzgado.
El factor principal, que también estaba presente en las personas expuestas en la página web, es el miedo. En el ambiente gay, el miedo aún es un sujeto entronado que, en más de un caso, sigue reinando y dictando la manera en que actuamos dentro de ese contexto.
Muchos hombres utilizan la palabra “discreción” para encubrir sus deseos y actos. Viven ocultos porque, como dijo Bukowski, son incapaces de afrontar su propia realidad y prefieren disfrazarla. No hay peor acto que la auto censura. Es un silencio en que se vive con miedo de que aparezca cualquier pequeño ruido que delate la verdad de las cosas.
Para mí, “discreción” es un sinónimo de miedo y es, por ende, una cortina con la que se busca fijar el límite de la exposición del cuerpo y los deseos. No hay vergüenza más grande que ocultar una de las cosas más sinceras que tenemos. El cuerpo debe dejar de ser un asunto tabú. No debería haber límites para su expresión y consumación.
Yo no me avergüenzo. No decidí que esa información fuera expuesta en la red, pero sabía los riesgos de mis prácticas para buscar citas y sexo. Los que hemos estado en esos medios no nos podemos quejar. Debemos asumir el hecho de que aún hay personas que ven al cuerpo desnudo como una oportunidad de ridiculizar y afectar a otra persona.
No les demos esa oportunidad. No seamos partícipes de la perpetuación de la desnudez como un asunto de risa o escarnio. Basta de callejones oscuros donde andamos con miedo a la exposición y la reprobación. Morimos un poco en cada ocasión en que tememos decir lo que queremos.
Hay que darle la vuelta a ese discurso que maneja a la desnudez como pena y culpa. Asumamos las implicaciones de nuestra libertad, vivámoslas sin el miedo a que alguien las use en un patético intento por demeritarnos.
La libertad, esa breve ráfaga que a veces nos alcanza, también radica en vivir nuestro cuerpo y sexualidad sin culpa. Enviemos la información que queramos mandar, aunque signifique que pueda llegar a un medio virtual. Si el miedo no existe desde nuestro perfil en la aplicación, si estamos seguros de lo que deseamos y cómo queremos conseguirlo, no hay uso de esa información que pueda atemorizarnos.
El cuerpo debe ser sinceridad encarnada. No algo que ocultamos con máscaras y sombras para no arriesgarnos a las palabras de otros. Dejemos la discreción, no nos lleva a ninguna parte. Sólo es un cuchillo que llevamos enterrado y que nos destruye poco a poco.
Hablemos con naturalidad del cuerpo y su necesidad de sexo. Cuando lo logremos, comenzaremos a caminar hacia un nuevo discurso sobre la sexualidad y la corporalidad. La desnudez será, entonces, un asunto cotidiano, y dejará de ser el miedo y la vergüenza que hemos postergado por siglos.
No temamos al cuerpo, a su expresión honesta y transparente. A su necesidad de vuelo y deleite. Censurarlo es otro modo de morir en vida. Es una reiteración de que el miedo sigue siendo el amo y señor de nuestros actos. Es hora de que lo hagamos caer. Es hora de desnudarnos porque sí. Porque es un acto que inaugura nuevas formas de ser más honestos con nosotros.