Clap Your Hands Say Yeah por Luis Bernal

Llegamos, corremos, esperamos, partimos, abrazamos, queremos, amamos, detestamos, nos encontramos y en nuestro caso, nos alejamos. 

 

Un espacio transitorio y de emociones encontradas es esta mierda de lugar: el aeropuerto. Me puse la playera de tu banda favorita porque algo divertido tenía que suceder hoy que te largas. Me la obsequiaste el cumpleaños pasado y la verdad es que no me gusta pero al menos una vez tenía que usarla a pesar del color amarillo pollo con las letras en rosa: Clap Your Hands Say Yeah. No sé qué pensabas. 

 

Estamos callados en la pequeña sala del bar, no has bebido nada, tu Gin sigue intacto mientras yo veo a un tipo que ansioso porta un ramo de flores e imagino que espera a su novia. Le doy un sorbo a mi cerveza e intento romper el hielo que nos trae el adiós.  

 

—La vez que llegué con una flor aplastada porque me dio pena ir por el centro con ella y la metí a mi pantalón. ¡Qué mamada! 

 

Te ríes. Me miras con ternura porque ambos sabemos que ésta es la última vez que nos despedimos. 

 

Una familia completa corre emocionada con un cartel que dice “Bienvenida, Fermina” quien parece ser una abuela que viene llegando de Orlando, de no ser así no justifico esa sudadera horrenda de Mickey Mouse. Hacen fila para abrazarla y los más pequeños preguntan por sus regalos. 

 

En tu último viaje me trajiste un libro de Bradbury, una edición maravillosa que encontraste en una librería de viejo en Nueva York. Me he acostumbrado tanto a esto de despedirte y luego recibirte que hasta hace un momento todo me parecía normal. Sigues sin decir nada, me molestó que no hubiera respuesta a mi comentario de la flor así que voy a cerrar la boca, sigo bebiendo y apenas le das un sorbo a tu trago. Observo ahora un grupo de turistas que se presenta uno a uno con su guía.  

 

— ¿Crees que iría sola? — Sonríes como cuando nos ponemos a escuchar conversaciones ajenas en algún bar o café, o en el cine. — ¿No está medio raro? 

— ¿De qué hablas? —A veces me confundes, a veces estás en otro lado. —No entiendo.  

— La viejita, no me la imagino sola en Disney. 

— Igual fue con más, ya sabes, dos millones de años en un camión paseando por Florida. 

—No seas grosero. — Me reprendes pero sueltas una carcajada y en seguida das un trago más largo a tu Gin.  

 

Las bocinas que anuncian las partidas se convierten en una señal con muchos significados, parecemos tan acostumbrados a eso que no ponemos atención. Por ahí está una pareja de enamorados dándose un abrazo profundo, la chica que inicia sus vacaciones, con la aventura por delante y la angustia de sus padres disfrazada con sonrisas y recomendaciones. También, claro, está la desesperación de un hombre que corre con una maleta pequeña esperando no perder su vuelo. Pinches ejecutivos.  

 

—Igual la doñita allá vive, en Orlando.  

—Bueno, ¿y cómo sabemos que de ahí viene? 

—Nadie que no venga de Disney se pondría esa madre roja con el Mickey. 

—Envidioso, es porque nunca has ido a Disney. 

—Ni tú, pero no mames, sí está fea esa sudadera. Aunque bueno…  

 

Me enderezo de mi sillón y te muestro orgulloso mi playera espantosa de tu banda favorita, es comparable la fealdad del outfit de la viejita con el mío, aunque a los ancianos se les perdona todo en cuestiones de moda, pueden andar por ahí en pijamas o con playeras del PRI percudidas, de las elecciones del 92. En cambio yo, seguro parezco el pollo amarillo de Plaza Sésamo o mascota de algún equipo de las grandes ligas.  

 

—No te vuelvo a regalar nada. 

—Es broma, mi amor. 

—Aparte combina con tu cara de yonki. — Me sonríes como cuando sabes que ganaste cualquier discusión y ahora nos falta un beso, pero no sucede. 

—Bebé Sinclair.

—Cara de yonki.

 

El mesero, afortunadamente, interrumpe una de nuestras peleas clásicas que consisten en un par de apodos repetidos hasta que uno se canse y se declare perdedor o nos agarremos a besos. Pedimos otra ronda y el tiempo avanza, volvemos a la discusión de la sudadera de Mickey Mouse y decidimos declarar un empate técnico, es probable que sí viva allá porque no consideramos opción que se fuera de vacaciones sola. 

 

De pronto, si uno se sienta en uno de estos sillones —algunos bastante cómodos— puede encontrar miles de historias. Ya todas las sé de memoria, pero la mía, la que hoy me tocaba ni siquiera la había estudiado. Me incorporo, quisiera ir por una cerveza más pero son bastante caras aquí adentro, saliendo buscaré una cantina y me quedaré un rato. Camino lento, quise decirte tantas veces que no te fueras y ahora me siento un desdichado. Cruzo de frente con el tipo de las flores, pienso que al menos él sí tiene una novia. Minutos después lo escucho gritar “¡Mamá!”. 

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