Recogedor por Gabriela Cano

He visto mi cabello caerse. Lo encuentro en la sala, en la cama, en los lugares donde suelo sentarme. Siempre está regado. Me fijo más en eso desde que descubrí que el polvo no es sólo tierra sino también esporas de nuestros cuerpos y desperdicios humanos. Uñas, estornudos, morusas. Y si barro la basura pienso que eso del suelo también soy yo.  Si llego a envejecer creo que seré una viejita de esas que tienen trenzas minúsculas y largas. De hilos larguísimos como cabellos. Casi telarañas. En realidad, mi calvicie no me preocupa. Sólo doy cuenta de ese proceso. Imagino que no puede ser divertido porque he visto los anuncios de pelo en spray, las pelucas, los sombreros todo eso que simula algo en la cabeza. No es que sea vanidosa y confíe que mi cabeza se verá bien pareciendo una naranja. Por el contrario, me siento como el monstruo de Frankenstein. Aunque no esté hecha de cadáveres diseccionados siempre siento que lo que va ocurriéndome es una novedad y una destrucción. Quizá nunca sea articulada ni elocuente. Ni  aprecie las flores y el verano. Tal vez eso nos pasa a todos. Pero a lo mejor si tenemos mucho de ese Satán del Paraíso perdido de Milton que el monstruo admiraba: somos lo que se cae. Igual que nuestras caras y nuestras ideas y nuestros deseos en el fondo de una fuente y la pelusa en el fondo del recogedor.

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