Últimamente he tenido que leer gran cantidad de diarios y cartas escritas por monjas que vivieron en el siglo XVI. Lo que más me ha marcado de esas lecturas es la forma en que muchas de ellas flagelaron sus cuerpos con el fin de expresar su fidelidad y amor hacia Cristo.
El dolor, para esas religiosas, era una vía directa al placer de comulgar y consumarse con su amado. Por ende, las marcas que dejaban sus prácticas eran un recordatorio de lo sublime que resultaba el contacto con su dios.
Desde la primera vez que leí textos de ese estilo, me impresionó el hecho de que las monjas expresaran el resultado de su dolor corporal como un galardón y, a su vez, que en esa búsqueda de dios se podía observar un fuerte uso del erotismo como vehículo para expresar su amor por éste.
Los últimos días los he vivido con un chupetón en el cuello, dolor en las piernas y mucho cansancio. Mi situación me ha hecho evocar constantemente mis lecturas sobre religiosas, ya que me considero cercano a sus fines. Para mí esos dolores y marcas son un modo de reiterar la manera en que mi cuerpo me sirve como medio para experimentar placer.
En mi opinión, el sexo no debe ser una situación de recato, las marcas de cualquier tipo y en cualquier parte del cuerpo son otro resultado de la inevitable y gratificante experiencia que representa compartir tu cuerpo con otra u otras personas.
El chupetón, al ser la marca más evidente en mi piel, ha sido una experiencia variada. Hacía mucho tiempo que no tenía uno y había olvidado la forma en que te miran por tenerlo.
La primera impresión que recibí fue de la persona que me lo hizo. No olvido sus ojos llenos de vergüenza y la expresión de su rostro en el momento en que se percató de la marca en mi piel. Me dijo que lo sentía, que no solía hacer esas cosas. Yo me reduje a expresarle mi postura ante la situación. Para mí una marca como esa es un recordatorio de una buena experiencia.
Sin embargo, mi sorpresa comenzó cuando otros vieron mi chupetón. Para la gente, al menos en mi caso, pasas a ser una persona vulgar en el momento en que una marca de ese estilo decora tu piel. Es increíble la carga semántica que puede tener una mancha y, sobre todo, el juicio moral que representa y la valoración negativa que acarrea a tu persona.
La gente opinaba que lo debía ocultar, ya fuera que lo maquillara o que lo cubriera con mi ropa. Decidí no hacer ninguna de las dos cosas. A igual que las religiosas con sus llagas y sus cuerpos que fueron sangre fluyendo, tomo la marca de mi cuello como un resultado del contacto que tuve con otro hombre. Decido vivirla hasta que desaparezca y siga siendo una cicatriz en mi memoria.
Otra cosa que reflexioné, es que me sigue asombrando el miedo que tienen algunas personas a descubrir que otra tuvo sexo, incluso a que alguien exprese libremente que mantiene relaciones con una o muchas personas.
A veces, he llegado a pensar que detrás de la condena que hacen, hay fuertes raíces de envidia: no pueden soportar que alguien viva con esa libertad su parte sexual y, por ende, debe haber censura, ridiculización y un juicio moral que debe culminar en lo vulgar que es esa clase de gente.
Si vivir la sexualidad sin tapujos es un acto de vulgaridad, personalmente me declaro un vulgar, pero no desde ese significado peyorativo y amoral que manejan esas personas que temen ser más sexuales, más bien lo asumo como un término que realza mi gusto y fascinación por darle rienda suelta a mis deseos y, por supuesto, a mi gusto por comulgar con otra persona.
Para mí las marcas deben ser parte de esa libre expresión. Las personas que las condenan y que abogan por la prudencia de ocultarlas y callarlas me dan mucha pena. Sólo reiteran el hecho de que su visión sobre el sexo es esa en donde el acto no conlleva al dolor, el sudor y la sangre, los cuales son aspectos que, en más de una ocasión, son inevitables.
El sexo es sucio, y no lo digo en el sentido de los fetiches, más bien lo digo en razón de que el sexo real no es ese donde los cuerpos permanecen inmaculados. Quienes lo hayan experimentado no me dejarán mentir, muchas veces nos exponemos a olores y sabores que no son precisamente agradables, incluso a sensaciones físicas que recaen en el dolor y que, algunas veces, terminan siendo heridas.
Esas sensaciones son parte crucial de la exploración erótica de cada persona, enfrentarse a ellas otorga experiencias, conclusiones y reflexiones acerca de lo que se disfruta y cómo se logra disfrutarlo.
Pensar que tener sexo es no exponerse al dolor y las marcas es una perspectiva muy inocente. Sin embargo, me entristece que tantos, por sostener esa idea, se pierdan de experimentar y vivir.
Hay que morir un poco a veces, y eso incluye encarar al dolor ya que, en ocasiones, detrás de su máscara que suele atemorizarnos está un rostro lleno de dicha.
Las monjas entendían muy bien que en el dolor está, en muchos casos, la clave del placer. Que el erotismo no es sólo palabras dulces y caricias tenues, sino que también es un terreno quebradizo en donde se puede experimentar la fragilidad de su cuerpo y, asimismo, un instante en donde comprendemos lo fuertes que somos después de enfrentar al temor que nos causan las heridas.
Sentir nuestros cuerpos y dejarlos fluir para rebasar las fronteras que nos detienen, deberían ser cuestiones imperativas en la vida. El sexo no son esas escenas donde las personas, amparadas por el amor y la pasión, salen puras y sin mancha al momento de compartir sus cuerpos.
Estoy de acuerdo en que puede haber amor, y que éste puede conllevar a la pasión. Sin embargo, creo que la imagen que debemos deconstruir es esa donde el amor es un recinto sagrado donde el dolor no tiene cabida.
Al igual que las religiosas con sus cuerpos llagados, sangrantes y con diversos dolores que reiteran la cercanía con su amado, en el amor sexual entre personas se debe experimentar el dolor porque es una forma de crecer y explorar.
Seamos vulgares, es preferible esa postura, es mejor retomar ese término y darle una nueva carga de significado que reitere nuestro orgullo por vivir libres sexualmente.
Demos paso al dolor, desterremos el miedo. Cuando el cuerpo está atemorizado no se puede encontrar el placer. Somos nuestro propio límite. Decidamos doler, detrás de un breve alarido puede estar una luz inesperada.