El negro, ella y yo por Manuel Roberto Ruvalcaba R.

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Regularmente soy callado, hosco, demasiado “parco” y nada empático con aquellas personas que manifiestan su profunda devoción a proteger a los animales más allá de las fronteras de lo impensable, me refiero a los llamados “animalistas extremos” los cuales gritan, vociferan y se rasgan  (así literal)  las vestiduras  -sobre todo públicamente para crear mayor dramatismo-  por defender los mal llamados derechos animales; pero esa ocasión de entre la turba de gente civilizada defendiendo “como un perro”,  a un enclenque cachorrito que se encontraba en el lobby de un hotel y que el conserje del edificio quería sacar o mover a la baqueta para que no estorbara el paso a los que iban y venían por ese lugar, llamó mi atención una chica caderona pero bien distribuida de sus atributos físicos, pelo corto rojizo, labios lindos como de “Betty Boop” y una voz digna de cualquier neurótica solterona de 35 años de edad; como si se tratase de un delito grave, sumamente grave, amenazaba al pobre hombre del vestíbulo “con demandar al hotel, exhibirlo en redes sociales,  realizar un plantón enfrente de ese lugar que para ella denostaba “maltrato animal” si aquel individuo incivilizado seguía ultrajando al pobre perro flaco; por su parte el conserje, un hombre de más de 60 años con cara de 80, trataba inútilmente de calmar a la joven haciendo movimientos con sus manos y explicándole que solo trataba de “echar al perro a la calle” y que con su escoba no lo estaba golpeando que únicamente le ayudaba a deslizarse por el encerado piso, cosa que me consta no molestaba al perro; pero la brava hembra como si defendiese a uno más de sus cachorros argumentaba que seguramente de no haber pasado por ahí, ese pobre cachorrito habría sufrido de golpes severos que hubieran puesto en peligro su vida… en esas estaban cuando yo que casualmente pasaba por ahí me detuve y observé la discusión. Motivado por no sé qué, o más bien dicho si se, voy y meto mi cuchara como buen samaritano buscando quedar bien con aquel manjar de mujer; son lapsus brutus donde mis acciones se presentan antes que mis pensamientos y en un arrebato de solidaridad animalista, me puse del lado de la hija de Tarzán  para dignificar al pobre cachorro que divertido jugaba con la escoba del asustado conserje; y ahí voy a meterme donde no me llaman  y ahí voy a cruzar mis brazos, a sacar el pecho  y hacer gestos de desacuerdo para con el pobre hombre, ahí estaba yo sintiéndome  el macho alfa defendiendo a esa pobre mujer, cuyo único delito es amar a la naturaleza y a los animales en esta era de violencia y maltrato animal… en un momento ella al sentir mi presencia y sentirse apoyada levantó su barbilla y dijo: “A ver atrévase ahora a correr a patadas a ese indefenso perrito”  yo por mi parte pensaba que en una de esas llegaba la policía y nos cargaba a ella y a mi mientras el perro feliz seguía en las calles, pero mantuve mi firmeza y en un acto de completa fanfarronería de mi parte le dije al conserje : Por menos de eso que usted hace puede ir a la cárcel amigo… y ella triunfante me tomo del brazo como si hubiésemos hecho un acto por la patria. El hombre más cuerdo y sensato que yo, solo dijo, bueno pues que alguien se lo lleve y ya está, a mí solo me pidieron que lo sacara de aquí porque estaba estorbando y molestando a nuestros  clientes. Y allá voy nuevamente a mostrar mi estupidez, antes de que pudiera negarme ella volteo a verme con sus ojos de muñequita de caricatura y me dijo: ¿Tú podrías llevarte unos días al cachorro? Y ahí voy yo a contestar con mi bocaza: -¡Claro! Amo a los perros-  Demás está decir que aunque no me caen mal, últimamente sin trabajo a duras penas comía yo y ahora tendría que alimentar otra boca, además de que en mi cuarto no dejaban tener animales. Pero la susodicha ante mi rápida y segura respuesta sacó su libretita de apuntes y me escribió su nombre y número telefónico: Karla N. número de teléfono “x” y subrayó otro número más  para “emergencias” ese acto de parte de ella me hizo pensar que había yo encontrado la forma perfecta de conocer mujeres, tomé el papel y lo coloqué en la bolsa de mi camisa muy sonriente y así sonriente iba yo por la calle con mi pulguiento perro en los brazos y su número en mi camisa.

Me gustaría decir que todo resultó de maravilla, que Karla N. y yo fuimos muy felices hasta envejecer criando hijos y perros, pero no resultó de esa manera. El perro al que bautice como “el negro” (no se me ocurrió otro nombre, además que era negrísimo) a los dos días de estar en mi casa enfermó, hasta el día de hoy es momento que aún huelen a perro mis cosas, sobre todo aquellos lugares que le gustaban, mi sofá, la cama, mi tapete del baño, todo aquello en lo que pudiera echarse cómodamente “el negro”… huelga decir que tristemente falleció y no tanto por mi culpa, pues al ser un cachorro y no estar debidamente vacunado le agarró el parvovirus y ahí quedo. Cuando notifique de este lamentable hecho a Karla con la esperanza de que me consolase y llorásemos juntos la terrible perdida, me salió el tiro por la culata, pues me dijo que cómo era posible que no lo hubiera llevado a vacunar, que entonces cómo es que me decía “protector animal” y toda una larga letanía de reproches que hasta al más paciente de los monjes tibetanos hubiera sacado de sus casillas. Como si no fuera poco y ante la evidente muestra de mi interés como hombre en ella, Karla me restregó en mi cara que “me olvidara de ella, que si no servía para cuidar a un indefenso cachorro, seguramente no servía para hacer una familia”; estaba yo haciendo el coraje de mi vida mientras escuchaba su voz al teléfono, cuando remató diciéndome: ¡Ah y olvídate de mí porque además soy lesbiana y ya tengo a mi pareja! y colgó fulminante la llamada.

Triste, enojado y sobre todo frustrado, sintiéndome engañado, tomé el papelito del teléfono de Karla y lo rompí… de ahí me fui a la cantina “El salón rojo” en el barrio del Coecillo en la ciudad de León y en este momento le cuento mi historia a un parroquiano que me invita la siguiente ronda.

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