Licerna Juan de Dios Maya Avila

Dedicado a las gringas Gladys y Francine

 

Un buen día apareció Mister Leviatán. Después se enteraron de su verdadero nombre: Rosendo Lavista. Desde el principio les gustó más Leviatán. Lo conocieron en el lobby del hotel Papagayos. En realidad fue Licerna la primera en avistarlo cuando pidió, junto con Pamela, permiso al recepcionista de entrar al baño.

El vestíbulo del Papagayos es abierto: techo alto, fresco, debajo de las sombras de viejas palmeras y por supuesto, con vista al mar. Leviatán ocupaba un gabinete al fondo. El codo recargado en el barandal de bambú para empinarse mejor el trago. Vestía pantalón blanco, guayabera azul de mangas cortas con su respectiva cajetilla de cigarros en la bolsa del pecho, lentes oscuros y elegante sombrero albedo. El tipo tenía buena percha, no gratuitamente atrajo las miradas de Pamela y Licerna… Licerna, en especial, sintió una rara fascinación por ese hombre. Convenció a Pamela de llevar a las otras y ella misma rogó al encargado quien la dejó hacer la llamada. Así se comunicó por teléfono desde la recepción con Perla y la Costeña. Para ser la más joven, Licerna actuaba con ímpetu, quería sobresalir, irse de Acapulco acompañada de un hombre rico, de un papi. La descripción in situ que hizo de Leviatán, provocó, en menos de veinte minutos, la llegada de las dos amigas restantes al Papagayos.

Ya reunido el aquelarre cargaron las cuatro contra Leviatán. Él siguió el caminar de Licerna, le sostuvo la mirada y ocultó su sorpresa mostrándose seguro y afable en todo momento. Bien sabía lo que de vez en cuando se descolgaba en el lobby del Papagayos. Acomodó a las cuatro amigas a su alrededor entre besos y presentaciones. De principio pidió les sirvieran sendas copas de piñas coladas a las damitas. Él sólo tomaba legítimo tequila Ruco J. Agustín. A pesar de sus cincuenta y tantos, detrás de los lentes oscuros se predecían unos ojos fulminantes. Licerna, años atrás, vio en una película a un hombre igual, no pudo borrarse esa primera impresión. Leviatán le cuadró.

La trinidad restante nunca prestó tal atención en el caballero. No por ello carecían de interés. El tipo era presumido, sacaba con generosidad la cartera. La Costeña quiso ver el peso de ese gallo que por lo menos de plumas finas sí era. Murmuró preguntas disfrazadas de timidez, preguntas que hicieron a Leviatán levantar un maletín, el cual descansaba a un lado. Lo puso en la mesa. Quiso jugar al expectante…le ganó la impaciencia: abrió el maletín y desembocó las reacciones de sus cuatro hembras. Del interior se desparramaron fajos de billetes. Las niñas quedaron mudas. La Costeña arrebató dos fajos. Perla la miró asombrada pero tras de que Pamela también tomara tres, ella entonces cogió cinco; le temblaban en los brazos. Licerna, tímida, adivinó que Leviatán la seguiría tras las gafas oscuras y arrebató sólo un fajo. Casi toma dos. Una súbita vergüenza le obligó a dejar el segundo.

Leviatán las dejó hacer. Se carcajeaba. No parecía tan viejo. Estiró las manos al centro de la mesa con las palmas extendidas hacia arriba; las niñas, entre pucheros, pusieron en esas manos los fajos, uno sobre otro; el montoncito se fue de lado cayendo en la mesa y Leviatán arrastró los billetes de nuevo al maletín.

La noche transcurrió rápida desde ese instante. Las rondas de tragos prodigaron una y otra vez la mesa. En momentos el aquelarre olvidaba el asunto del dinero. Tan entretenidas estaban con ese tal Leviatán, hombre vivido que a ellas mismas las hizo ruborizar. Pidió mariscos, patas de mula, huachinango a la diabla y los manjares se disputaron en la mesa su lugar con las bebidas. Después de la décima tanda de piñas coladas prosiguió una botella de ron: se decía cubano, lo cierto es que era de Morelos. Se lo terminaron. Antes de que le dieran crán a medio pomo de brandy, Leviatán les confesó que sólo iba por una de ellas. En vez de repartir los fajos de billetes entre todas, explicó, la totalidad del dinero sería para la privilegiada, la mejor. Tendrían, las cuatro, igual oportunidad de pelear por ese derecho. Un abucheó se dejó escuchar en la tribuna de las damas.

La primera en protestar fue la Costeña arguyendo que ella estaba muy borracha para juegos. De cierta forma develó el pensamiento de ese viejo landrú de Leviatán, quien al sentirse en peligro, enredó a la Costeña en un diálogo de casi dos horas; al final pocas ganas tuvo la más experimentada de las cuatro mujeres de contrariarlo: dio algunos tragos sustanciosos al brandy y dejó retumbar la testa en la superficie de la mesa. Allí quedó, babeando, aunque consiente del terrible calor, de su derrota, del hostigoso sabor a brandy en su paladar.

Una hora después, entrada la medianoche, sin que para ninguna de ellas quedara claro de qué trataría la competencia por los fajos de billetes, Leviatán mandó traer mariachis. Uy, las chicas escucharon las trompetas metros antes de que los rascatripas entraran al lobby; Perla, oriunda de Jalisco, agarró a besos a Leviatán y le arrebató el caballito: siendo tapatía, acostumbraba el tequila y en ese momento le encantó; pidió uno más y otro y el tercero lo aderezó con un cuartito de anís. Resultó de dicha alquimia ese ígneo brebaje que los peores borrachos llaman “TeconA”. Hasta allí llegó Perla. Antes de que los músicos se retiraran, azotó en el suelo y la acomodaron junto a la barra para que durmiera la mona.

Sólo quedaban Licerna y Pamela. Como al principio. Las noches rituales terminan donde han comenzado, dijo Leviatán y escogió en ese instante. Pareció que se impuso, para variar, la juventud. Inocente pensar eso, algo había, un extraño encanto, un motivo mágico. La elegida: Licerna, la de carnes firmes, bronceadas. Pamela se contentó con trescientos pesos y siete piedras de coca. Fumó una dosis en las escalinatas del lobby a la playa y quizá durmió un poco sobre la arena, con los ojos abiertos.

Leviatán tomó la mano de Licerna. Lo sorprendieron unos dedos suaves, delgados, sudorosos. La condujo a la playa. Ella reparó en la madrugada. Un filón dorado del nuevo sol se reflejó en la marea ansiosa. Habían bebido la noche completa. Licerna se sintió fresca. El sonido de las olas al romper en la playa, el viento veloz, las gaviotas matutinas: esos ruidos la motivaban. Pensó que en cualquier segundo Leviatán la tendería en la arena: no hallaría resistencia en ella, lo dejaría quitarle el minúsculo traje de baño, le mostraría su vagina depilada, sus vellos formando un corazón.

Leviatán le rodeó el cuello con un brazo y la condujo a los linderos de las olas: arena y agua, indecisión simultánea. Se mojaron los pies. Leviatán buscó con sus labios la oreja más cercana de Licerna, lamió el pabellón, hundió la punta en el umbral del laberinto hasta sentir el amargo sabor de la cerilla; por alguna estúpida razón creyó limpio el camino que recorrerían sus palabras, así, una a una las dejó escapar, murmullos tan suaves como peligrosos, algo difícil intentaban incitar, el rostro de la niña Licerna se deformó, estalló en un grito. La muchacha se zafó de los brazos de Leviatán y lo empujó al agua…

Sin mirar atrás, Licerna corrió entre la incómoda arena con rumbo al lobby. No se quedó a esperar a sus compañeras y salió del Papagayos hacia el departamento común. Las muchachas llegaron más tarde, crudas, enojadas con Licerna, la joven, la del ímpetu por sobresalir. Ella no quiso hablar de Leviatán y les preparó chilaquiles. Varias horas después se hizo insoportable la sospecha de que estaría negándose a compartir con sus amigas el botín. No hubo de otra y les confesó que no había conseguido ni un quinto. Pamela estaba noqueada por la piedra y no respingó, en cambio la Costeña y Perla sí la mandaron a chingar a su madre.

Licerna se echó a llorar. Trató de explicarles, entre gimoteos, cómo aquel pervertido la llevó a la orilla del mar. Les aseguró que de no haber huido seguramente estaría amarrada a una cama de motel, a punto de recibir la eyaculación de veinte viejitos orates, iguales a Leviatán. La Costeña le preguntó si eso le propuso él cuando le habló al oído. Licerna se quedó callada, las mejillas se le ruborizaron, sintió sudor en los dedos. La Costeña hizo otra vez la pregunta. Licerna agachó la cabeza y contestó que no. Perla se levantó enojada. La obligó a mirar de frente. ¡Ya explícate! Gritó la tapatía.

Ese hombre, reveló Licerna, le sugirió que en los tres días siguientes, cuantas veces fuera al baño, no se limpiara, mucho menos debía cambiarse de ropa interior y que a la cuarta noche lo visitara en su alcoba de hotel.

El par de lagartas dejó de molestar a su compañera, la más pequeña, la ansiosa. Pamela y la Costeña se convencieron en ese momento de que ella, Licerna, no tenía futuro en el negocio.

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Juan de Dios Maya Avila (Tepotzotlán, 1980). Gracias al tabasqueño Felipe Coronel publiqué mis cuentos por primera vez en el desaparecido periódico México Hoy. Fui miembro del consejo editorial de la revista El Burak auspiciada por la uam y por la Fundación Cultural Pascual. Formé parte de la redacción del suplemento de libros Hoja por Hoja del periódico Reforma. Fui becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2006-2007 y 2007-2008. Gané el Concurso Internacional de Cuento, Mito y Leyenda Andrés Henestrosa 2012 con la obra La venganza de los aztecas (mitos y profecías) misma que publicó la Secretaría de Cultura de Oaxaca. Entre los años 2014 y 2015 fui becario del Fonca en el área de cuento.

 

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