No. 1 por Leía Olivares Nava

Vacío lentamente la sangre del vaso sobre mi mesa; se vierte difunta entre las grietas de la madera, cantando fuerte sus últimas notas al son de la mosca que pasea alrededor en busca de limosna.  Le entrego mi ropa y resopla que lo quiere es a mí, quiere mi carne. Yo le ofrezco un poco de mi sangre que brota sobre mis ojos. Seducida, ésta viaja por mis senos hasta mis sienes y me vomita para poder despedazarme. Siento lento su ácido que viaja por mis mejillas hasta resbalar voluntariamente a mis muslos, pegajosas uniones que finalizan en el bosque palpitante del placer. Busco entre las hierbas de mi entrepierna un poco de lo que resta de mi sangre encontrando inútiles imágenes de las manos que en mí buscaron. Abro con lentitud el frasco que guardo dentro de mí, conmigo, y escapo entre mis piernas a la orilla de la mesa, donde la sangre cae lenta a mis labios. El hambre me desgarra desde dentro y sigo el ejemplo de mi mayor; dejo salir la poca sangre que me queda para verla también vertida en la madera de la mesa, veo como me huye y busca su refugio en el suelo que frío la recibe con asco. El suelo es mi cómplice y buscamos la destrucción de mi sangre, así que la consuelo falsamente para que busque su regreso conmigo y, entonces, una vez más dentro, asfixiarla hasta que seca impida la continua destrucción de la vida que llevo días intentando ahogar. 

Haremos un festival celebrando la victoria. La mosca y todas sus larvas están invitadas al banquete de mis restos, pueden bailar alrededor de las heces y brindar en el honor de la sangre putrefacta, gastada ya de viajar por mis venas para llegar siempre al mismo hueco que transpira la poca vida que tengo. Os la entrego a ustedes, mis fieles compañeros; a ti mesa, que me sostuviste siempre en la embriaguez de la desdicha y el alcohol; a ustedes paredes, que sucias me educaron a callar y me abrazaron con su soledad; a los insectos muertos dentro de mi cerebro, que me invitaron diario a pecar, y claro, a mí. A mi poca voluntad de dejarme desangrar al son de la orquesta y sus intérpretes moscas verdes, que benditas abundan siempre en la gloria de los panteones; a mi cuerpo siempre húmedo y sediento de desearse vil, sensible a los ataques de las serpientes con cabezas humanas. A mi gran pasión por las artes banales que habitan mi escusado. Ahora, entregada toda yo y desnuda, os pido a todos, una única cosa. Poséanme hasta que llegue la vida.

 

 

Historia Anterior

A veces, con una persona que amo Walt Withman

Siguiente Historia

Tres Poemas de Concepción Sámano