Cuando ya no queda nada, cuando las palabras se han evaporado en la nada, entonces la quietud lo inunda todo y parece casi una abominación romper aquel segundo de intimidad para soltar una ridícula frase apenas oída por los que quieren escuchar.
—Hola.
El saludo se desvanece primero por la última letra, como en degrade, de atrás hacia delante. La a pierde sentido, ya no es a, tampoco es otra porque nunca lo ha sido.
—Disculpa, ¿has dicho algo?
Sus grandes ojos encontrándome, su mirada atenta, pidiendo que hable. Niego con la cabeza y la desilusión cubre sus facciones por unos segundos. Ella asiente, se echa el pelo detrás de la oreja y se marcha.
Hola.
Llega hasta mí como susurro, un eco de mis pensamientos, lo que he dicho en mi mente y ha quedado en mis labios.