Gasolina, amor y otros venenos -parte 4- La fiebre roja por Mónica Menargues

Sentía un vértigo en mi médula que retaba mi armonía personal. El desasosiego se había apoderado de mí y no podía articular palabra sin parar de exudar. Mi deseo hacía Ibai se había convertido en una fiebre insoportable que amenazaba con enfermarme. Durante el día pensaba que caería al suelo inconsciente en millones de ocasiones, era incapaz de tomar el control de la situación. Él me daba la energía que necesitaba para empezar el día. «¡Joder!». Mi estómago era un hervidero de nervios y todavía no le había dicho a mi madre de que el viernes dormiría fuera, ni sabía cómo hacerlo sin involucrar a nadie. «¡Dios Ibai! No me dejes en la estacada ahora que me tienes bebiendo de tu mano, ¡qué frágil me haces sentir!».  «¡Mamá, mamá!, ¿podemos hablar? Mar hace una fiesta en su casa el viernes, irán todas las chicas de clase y a unas pocas nos ha pedido que pasemos la noche en su casa. ¿Puedo? ¿Mamá, puedo o no?». Pensé que no era bueno que diera muchas explicaciones o mostraría demasiada intranquilidad y excitación. Mi madre seguía pelando patatas, sin darse cuenta que mi vida dependía de su decisión. Estuve a punto de coger las patatas y arrojarlas al patio con tal de conseguir la atención de mi madre. «Cielo, puedes ir a esa fiesta pero tu padre te recogerá cuando termine» El universo entero se agolpó en mi cabeza y luego cayó  a mis pies como un ascensor averiado. Mañana haría el contragolpe, no era hora de forzar la máquina. « ¡Dios!». Mi felicidad se veía teñida por un saco de nervios que se había instalado a vivir en mi estómago. En clase me pasaba el tiempo mirando a Abellán porque me recordaba a Ibai. Él de vez en cuando me miraba y me sonreía como dueños de una complicidad inconfesable. Durante el día me descubría con las manos cerradas como puños a punto de dar el asalto, las muñecas pintadas de infinitas carreteras azules y una tensión en la cabeza que parecía que la música de todas las discotecas de la ciudad sonara a la vez en mi cráneo. Bajé las escaleras de mi casa en busca de mi padre buscando mejor suerte de la que había tenido con mi madre. Mi padre tenía especial inclinación por mí, después de todo, guardábamos los mismos rasgos físicos  y cuando me miraba no podía evitar verse a él de joven. Tenía una foto de cuando tenía dieciséis años en la que él era igual que yo. Estaba acostado en el sofá leyendo el periódico, senté mi flaco culo en el borde del sofá,  justo al lado de la caída de su brazo y su barriga. «Papá —en la vida le había dicho papi y veía fuera de lugar hacerlo ahora— papá, ¿te ha dicho mamá lo de la fiesta? Es mañana, en casa de Mar, van todas las chicas de mi clase y me gustaría quedarme a dormir allí, —mentirle a mi padre sumado a los nervios que ya sufría durante el día hacía de mi cuerpo que este se encogiera hasta volverse una olla a presión, y qué decir que desde la mañana mi cabeza ya daba vueltas—» « ¿Dices que van todas tus amigas?», me preguntó mi padre. «¿Habrán en esa fiesta también chicos?» «¡Joder papá!, pues claro, tenemos dieciséis años» «Está bien pequeña, te saldrás con la tuya en esta ocasión. Escucha, el sábado acompañarás a tu madre a ver a los abuelos, temprano quiero verte aquí, ¿entendiste?» «Papá… a punto estuve de decirle te quiero, pero me resultó más fácil agacharme y abrazar su cuerpo dejando caer el mío sobre el de él». Fue el primer momento de sosiego que tuve en los últimos días. Por fin viernes, las 21:00h y yo estaba delante de la casa de Ibai valorado si tocar al timbre o esperar a serenarme un poco. «¡Ibai soy yo, ya he llegado!» « ¡Ah sí!, tú, sube, soy Javier» de fondo escuché «aparta estúpido», ahí estaba Ibai. Subí los tres pisos lentamente, los escalones me parecían que no estaban bien sujetos al suelo o puede que fuera yo la que estaba mareándome, Ibai bajó a la segunda planta cansado de esperarme en el recibidor con la puerta abierta. «¡Ey! ¡¿Qué te pasa Sur?! ¡Estás muy blanca!» No paraba de sudar y no era capaz de articular una frase lógica. «¡Javier! ¡Javier! ¡Ven! ¡Ayúdame a llevarla a mi habitación! Debe ser una bajada de tensión». Ibai me retiró el pelo de la frente y me tomó el pulso apretando sus dedos en mi muñeca. Sentir su piel en mi brazo me hizo volver en sí. «¡Dios, Ibai! ¿Alguna vez deseaste que te tragara la tierra? ¡Joder, en ese punto estoy yo ahora mismo!» Me miró y me sonrió, sus ojos se entornaron y mi cuerpo recobró la energía para levantarme. Me senté sobre la cama, apoyé mi cabeza en mis manos y mis codos sobre mis piernas, él tiro de mi pelo hacia atrás hasta encontrar mis ojos frente a los suyos, parecía serio, se acercó y comenzó a besarme. Apoyé mi espalda sobre la pared cuando escuché, «¡venga! ¡Salid! vamos todos a tomarnos una al salón antes de tirar para el concierto». Se apartó y me tendió su mano, volvió a besarme, llevó mi cuerpo tras el suyo y salimos de su estrecha habitación. Ahí estábamos los cinco reunidos, con una cerveza en la mano, mirándonos, a punto de coger el coche para escapar un rato, para huir cada uno de nuestras historias.

_Continuará.

 

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Me llamo Mónica Menargues. Soy solitaria, ingenua, desconfiada. Hablo poco. Me interesa más leer que la gente. Me resulta más fácil divagar sobre la muerte que participar en una conversación. Me hastía hablar de cualquier tema que no sea literatura. Me querré un poquito más el día que entienda el Ulises, de Joyce. Vivo la vida con el mismo sentimiento de deseo que de desapego. A veces siento que lo tengo todo y otras que no tengo nada de nada. Cada vez que termino de escribir algo se muere una parte de mí. Sobrevivo porque siempre tengo un segundo libro que leer. 

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