May ella. I Por Mónica Menargues

 

Max trabajaba todos los fines de semana en el mismo bar oscuro de hombres bebedores de risas sonoras y chicas extrovertidas de labios rojos. Max no prestaba atención a nada de lo que ocurría a su alrededor durante sus horas de trabajo. La música y el ruido del local era absorbido por el silencio que habitaba en su cerebro. Cuando podía escaparse salía afuera a fumar un cigarro y mirar a la calle. A su jefe le gustaba porque era un chico eficiente, no le interesaba hablar con nadie, solo poner copas. En realidad nadie sabía muy bien como era, su personalidad estaba encerrada en su costillar. Como la libertad del pajarillo enjaulado. Sin embargo sus ojos eran pozos de océano y arena. Lo mismo te brindaban oxígeno que te ahogaban. Cuando mirabas a Max y siempre que él te dejara te podías adentrar en historias de nómadas viajantes, beduinos dueños de sofocantes desiertos, gitanas de cabellos negros a la altura de los pies. Hay personas que nunca hablan con nadie porque no tienen nada que decir, pero dentro de ellas esconden las historias más truculentas que hayan ocurrido jamás, los abismos que desgarran la carne y los órganos como se da muerte a los animales que vamos a comer, el vértigo de estado. Ese que se quedó a vivir en tus pies y tus piernas y nunca se marchó. Max tenía una debilidad, ella. Ella era igual que él. Cuando él la miraba veía todo lo que le gustaba de las mujeres con las que había estado en su imaginación, en ella y ella cuando le miraba veía desiertos habitados por beduinos y nómadas viajantes de corazón de tierra y mentes de nubes y cielos. Puede que continúe. Mónica.

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