Oculi: dos Por Luz Atenas Méndez Mendoza

Salí de la habitación el otro día, luego de beber un poco. Danil me había ido a buscar, me despertó y me dejó una taza caliente en la mesa de noche. Mi hastío me hizo responderle de mala gana, como si lo culpara por lo sucedido. Sé que la culpa es mía, que yo fui el que se lo propuso, que me volví loco luego de unas copas y que los churros de mota ayudaron a ello, pero ahora no saben cómo me arrepiento. He llorado toda la noche hasta quedar dormido; entre sueños escuché susurros, pero no era de alguien de la casa: se trataba de una mujer, eso es seguro. Ignoro lo que me haya dicho puesto que no le puse atención, pero tal vez por eso me desperté de mala gana al final.

 

Daniel se limitó a esperarme afuera de la habitación, sentado a la mesa mientras leía un libro. Me ha dicho que acababa de comprarlo y que en cuanto lo terminara, podía leerlo; recordé lo grosero que había sido e hice un ademán con la mano izquierda, señalando que no me importaba, que estaba bien y que no deseaba hacer mucho esfuerzo. Tomé aire profundamente y me senté a su lado, observando cómo pasaba página por página y terminaba ese libro.

 

­—Es un libro muy corto, ¿no lo crees?— preguntó Daniel mientras lo cerraba y ponía sobre la mesa.

—No lo sé, no soy mucho de leer— contesté. En realidad me parecía un libro grande, pero no quería contradecirlo.

—¿Vas a salir hoy, finalmente? Ya has cumplido la semana. No me sorprendería que tuvieras energías para salir por ti mismo, sin niñera— Daniel entornó los ojos y los fijó en los míos, esperando una respuesta.

—No lo sé.

—¿Te has tomado lo que te dejé? Estaba caliente, como es necesario.

—Sí, lo terminé, pero no me traje la taza, ¿te molesta si— quise levantarme del asiento.

—No, no, déjalo. Igual debo pasar de nuevo a tu cuarto— Daniel puso una mano sobre mi hombro, deteniéndome, y luego se levantó —… De todas maneras necesito revisar unas cosas.

 

Me quedé solo, sentado a la mesa. Me carcomía la duda de qué era lo que iba a revisar, puesto que no recordaba que hubiera algo extraño en el cuarto: al entrar, de frente quedaba la ventana, a la derecha estaba un librero y un escritorio y a la izquierda la cama y la mesa de noche. Ignoraba qué buscaba. Aunque bueno, era su casa y él sabría qué habría ahí. Yo sólo era un huésped.

 

No tardó más de unos cinco minutos y salió. Se encogió de hombros, sonriendo, como si fuéramos amigos y no hubiera nada más qué hacer; yo lo miraba con duda, y sabía que él podía imaginarse cómo me sentía en ese momento, pero sólo caminó hacia mí y tomó mi mano, levantándome con fuerza.

 

—Las teclas de la computadora— dijo —, pensé que tendrían grasa o algo, aceite corporal, no lo sé… Pero no tienen nada.

—¿Es eso malo?— pregunté —Sí, he estado escribiendo, pero no sé por qué sea algo que debes mencionar. Todo mundo escribe, yo sólo lo hago para desaburrirme.

—No, no es malo. ¿Hace cuánto que escribes?

—Desde que puedo— respondí, luego de pensarlo un poco.

—No, tonto— rió brevemente, luego siguió —, me refiero a que si has escrito hace una semana o un mes, o tres días, no sé. ¿Cuándo empezaste?

—Me parece que dos días después de llegar aquí, contigo. Pero concreté las ideas un día después, así que… Creo que hace una semana.

—Interesante— comentó, bajando el tono de la voz. Soltó mi mano y se limitó a observarme; acercó su rostro al mío, fijando sus pupilas en las mías, intercalando de una a otra.

 

Estaba pasmado; me encontraba en silencio frente a Daniel, esperando una reacción más lógica de su parte. Tomó mi mentón con la mano derecha y examinó mis mejillas con la izquierda, apretando un poco cada una; pasó la uña del dedo índice por la punta de mi nariz y la dejó caer en mi labio superior, mirando fijamente su dedo. Entendí que buscaba saber si mi respiración se había agitado, pero ni yo mismo podía decirlo; sentía los apretones en la piel y el poco filo de su uña, como si se tratara de una garra acabada de afilar, pero no me había hecho nada. En el labio superior no sentí más que la presión de su dedo, lo mismo en el mentón, aunque sabía que apretaba con fuerza. Pensé que me mataría.

 

—Veo que todo está bien— concluyó, sonriendo y soltándome; se alejó unos pasos hacia atrás, poniendo su mano derecha en su barbilla, sin dejar de sonreír —. Creo que estás listo para salir, entonces.

—¿Yo?— me surgió la duda —No creo que pueda aguantar una fiesta ahora, apenas he bebido algo.

—Según tu lógica, deberías comer para que algo absorba el alcohol, ¿cierto?— preguntó con singular tono de voz, como si se burlara de mí, mientras que yo asentía con la cabeza —No sé que pienses, pero quiero que entiendas que ahora ya no te puede hacer nada el alcohol. Lo que sí, tendrás que aguantarlo, pero no lo puedes dejar en tu organismo porque podría hacerte mal.

—Claro, a todos nos hace mal dejar alcohol en el organismo, ¿no tuviste clases de biología?

—No me refiero a eso— negó con la cabeza y se llevó ambas manos a la cintura —No puedes consumir nada más que lo que te he dado. Si sales y comes algo, tienes que vomitarlo luego de un tiempo. Lo mismo con lo que bebas. Todo eso, si se llega a pudrir dentro de ti, te consumirá.

 

Fruncí el entrecejo. No comprendía por qué la comida y la bebida me matarían si yo ya moría un poco por mi propia cuenta, un segundo a la vez. ¿Y qué tenía que ver si no estaban mis dedos marcados en el teclado?

 

—No lo comprendes, ¿verdad?— Daniel me sacó del trance de pensamiento en el que estaba, sonriendo —Debes cuidar todo lo que entra a tu cuerpo, en cuanto a lo de comer y beber. Drogas también; te sugiero que si quieres volar, no las consumas directamente. Si quieres salir, estos días tendré que acompañarte yo, pero luego puedes vagar por tu cuenta.

—O sea que vas a ser mi niñera— comenté.

—Si así lo quieres llamar. Aunque prefiero el término de instructor. Como que suena más profesional, ¿no te parece?— comentó mientras hacía ademanes con las manos, dándose la importancia.

—No, gracias. Por algo dejé a mi mamá en su casa— dije, sentándome en la silla en la cual había estado antes.

 

Daniel se acercó a donde estaba, poniendo ambas manos en mis hombros y apretando firmemente. Entonces sentí la presión: hacía unos momentos ni siquiera me había tocado con fuerza, ahora era más con el objetivo de imponerse, de dominarme y de hacerme ver que él era el que tenía el control.

 

—Escúchame bien— dijo, bajando el tono de su voz mientras acercaba sus labios a mi oreja derecha —, no vamos a jugar como tú quieras porque ni siquiera conoces las reglas del juego, ¿está claro? Yo diré qué se hace y cómo se hace, y si no te gusta puedes irte de aquí. Este lugar no es para un malagradecido. Te recuerdo que tenías dudas y querías conocimiento: te lo he otorgado. ¿Ya no te gusta? No hay marcha atrás. Tendrás que formar tus propios vínculos si te alejas de aquí, pero si te quedas puedes aprender a hacer cosas grandiosas; sólo debes ceder un poco, ¿vale? Nada que no hayas hecho antes, si no me equivoco. Tienes 15 minutos para decidirte; estaré afuera, fumando un cigarrillo, porque todavía puedo aspirar aire y me da la jodida gana, pero si no sales en 15 minutos te juro que romperé el cristal de la calle y te sacaré de aquí, ¿está claro?

 

Me limité a asentir con la cabeza. En realidad no le había temido a muchas cosas antes, pero en ese instante el tono de su voz resonó en mi cabeza como si se tratara del sonido de un cañón. Él salió, como dijo, cerrando la puerta del departamento tras de sí; en la soledad de la estancia me quedé observando fijamente hacia ese rumbo, pero pronto me levanté de donde estaba sentado, apagué las luces, tomé las llaves y salí tras de él.

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