Gasolina, amor y otros venenos -parte 5- El Concierto por Mónica Menargues

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Nos encontrábamos los cinco en el coche. Javier conducía, parecía eufórico, no paraba de hablar en voz bastante alta y movía las manos por encima del volante para acompañar sus explicaciones, se reía como un lunático, «jajaj», las gotas de sudor le caían lentamente por la sien y no podía dejar de mover las piernas. Ibai y yo íbamos en la parte trasera del coche, junto a Leo, colega de Aurelio, que iba de copiloto al lado de Javier. Ibai iba fumando, apoyaba su espalda en el respaldo del asiento y tenía tirada la cabeza hacia atrás. Parecía estar en trance. No hablaba desde hacía rato, sus ojos se dirigían fijos al techo del coche, mientras todos escuchábamos  All My Friends Are Drug Addicts  de Chris Burrows  y la cantábamos al unísono, él parecía narcotizado por la música y la hierba. Tenía apoyado su mano sobre mi muslo izquierdo, el cual yo no movía desde hacía rato para no despertarle de ese extraño estado de inconsciencia. A veces subía su mano por mi muslo hasta llegar a mi ingle, yo tragaba saliva, aguantaba la respiración y él  tranquilamente bajaba de nuevo su mano hasta el centro de mi rodilla. Parecíamos vivir en una puta nube de espuma. El coche iba a más 150km hora y yo sacaba la cabeza por la ventanilla mientras el viento llevaba violentamente mi pelo hacia todos lados. Comencé a gritar frases del tipo: ¡Auuuu! ¡Uh-uh! ¡Estoy viva! ¡¿Alguien me escucha?! Sentí a Ibai reírse y le miré desconcertada, cambié mi gesto a uno más serio. Me dijo: «¿Estás bien?». Le miré fijamente con mis ojos de búho al anochecer, observadores y al acecho, ladeé mi cabeza y esbocé una tímida sonrisa «Sí». Entonces, me dio a probar su hierba y llevó mi cuerpo junto al suyo, parecía tener un hueco perfecto entre su pecho y axila. «Vamos», me dijo Ibai. Habíamos llegado. Javier le compró una camiseta a Ibai mientras le gritaba «¡Vamos! ¡Ponte esta camiseta y quítate esa mierda que llevas puesto!». Ibai le dio una patada en el culo a Javier a la vez que se desvestía para ponerse la famosa camiseta de Daniel Johnston: «Hi, How are you». A la entrada nos cachearon a todos. Dentro había miles de personas, era la primera vez que iba a un concierto tan masivo. Me agarré fuerte al brazo de Ibai, como si fuera mi bote de salvación en ese enjambre de gente. A la media hora de comenzar ya había perdido a todos incluso a Ibai. Decidí quedarme en el sitio donde los había extraviado y disfrutar del concierto. Daniel Johnston me parecía inocente y entrañable. Se mostraba por momentos nervioso y un poco chalado. Comencé a bailar con Fish, me sentía bien entre la multitud, cerré los ojos y agarré mi cabeza con mis manos para que no se me escapara. Mi cuerpo lánguido y animado se movía hacia los lados al ritmo de la batería, mis zapatillas negras desgastadas lucían blancas como la cal y mi boca articulaba algo parecido a lo que era la letra de la canción «I was just swimming along when i was caught in her net» De pronto sentí como me abrazaban desde atrás y un cálido aliento musitaba a mis oídos «Ella me tiene cantando con el corazón roto, enredándome con mi mente destrozada…». Lo miré y nos besamos salvajemente, de forma indecente, como animales que se necesitan para sobrevivir. Sentía que era imposible frenar lo que habíamos iniciado cuando se separó, se lió un cigarrillo mezclado y seguimos escuchando el concierto mientras bebíamos litros de cerveza aguada. Llegaron Javier, Leo y Aurelio y nos cogimos de los hombros para bailar todos juntos. Era lo más cerca que había estado del paraíso, pensaba mientras la música ya no sé si emanaba de fuera de mi cabeza o de dentro de ella. La hora de partir. Volvíamos todos cansados a casa, cada uno por un lado, yo por la acera y ellos a través de la carretera, lucíamos sudados, extasiados, con los brazos caídos, sin fuerza para hablar. Ibai sujetaba un litro con la mano izquierda, era zurdo, con la otra chasqueba los dedos al ritmo de una canción que no distinguíamos ninguno.  Entramos en el coche y nos colocamos cada uno en nuestro asiento anterior. Bajamos todos las ventanillas y antes de que Javier arrancara ya nos habíamos terminado el litro. Estábamos tan extenuados que olvidamos encender la música. Aurelio encontró un sujetador bajo el asiento del coche y todos nos volcamos a reír. «¡¿Qué pasa Javier?! ¿Cuándo nos lo pensabas contar?», decían todos con ironía. Javier que era un hombre apático, frío e impasible, enrojeció al instante, cogió el sujetador y lo tiró por la ventana. «Ya está. No hay sujetador, no se habla del sujetador». Nos quedamos todos sorprendidos con su reacción y entonces Ibai cambió la conversación. «¡Ey tíos!, ¿Habéis visto al tío que estaba delante de Leo en el concierto? ¡Joder Aurelio, ese iba más pasado que tú!, ¡eh!». Todos comenzamos a reír. Estábamos medio dormidos cuando Javier vio a lo lejos a la policía, «¡Un control tíos! ¡Un control!». Aurelio cogió algo de la guantera y bajó la ventanilla cuando todos empezaron a gritarle «¡No tío, no!». De pronto todos me miraron y me gritaron, «¡En las bragas! ¡Sur, guárdalo tú en tus bragas!». Pensé en la cara que pondría mi madre cuando el policía le dijera: «Encontramos polen escondido en el sexo de su hija». «¡Joder! ¡Joder!». Miré a Ibai esperando la lucidez que me hacía falta y en sus ojos de pesar me dijo: «A ti no te van a registrar Sur, son hombres, ninguna mujer policía. Tranquila. Confía en mi». Cogí la maldita bolsita y me la guardé. Seguro que mi coño olería a hierba por más de una semana. La policía nos hizo el alto y Javier aparcó a la derecha del arcén. Nos enfocó a todos con una linterna que llenaba el espacio de un cegador color blanco brillante. «Bajad todos». Registraron el coche a grito de Javier, «¡Cómo me lo jodáis me lo pagáis! ¡Cómo me lo jodáis me lo pagáis!». Ibai llevaba razón, a mí no me tocaron. A la media hora estábamos todos de nuevo en la carretera. El polen me lo quedé yo. Más tarde y con mucha vergüenza se lo di a Ibai. Habíamos aterrizado en la habitación de Ibai a las 4:00 de la madrugada, me sentía sucia y cansada, «Ven», me dijo Ibai. «Ven». Entré en su cama y comenzamos a besarnos. Ibai estaba sobre mí, me acarició el vientre y los brazos justo cuando cambió de idea y me dijo «Lo siento. No voy a poder. He bebido mucho». No contaba con eso, me bloqueé, no sabía qué hacer ni qué decir. A los cinco minutos yacíamos en la cama dormidos.

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Me llamo Mónica Menargues. Soy solitaria, ingenua, desconfiada. Hablo poco. Me interesa más leer que la gente. Me resulta más fácil divagar sobre la muerte que participar en una conversación. Me hastía hablar de cualquier tema que no sea literatura. Me querré un poquito más el día que entienda el Ulises, de Joyce. Vivo la vida con el mismo sentimiento de deseo que de desapego. A veces siento que lo tengo todo y otras que no tengo nada de nada. Cada vez que termino de escribir algo se muere una parte de mí. Sobrevivo porque siempre tengo un segundo libro que leer. 

 

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