Y Griega road movie por Luis Bernal

Me encontraba muy lúcido a pesar del detalle de que no tenía idea de quién era. Aparecí de repente en el metro, el metrorey, al parecer rumbo a Fundidora.

Había algo más que curioso en los pasajeros. Estaban ahí, podía verlos aunque parecían lejanos, de ojos tristes. Nadie se atrevía a mirarse y daban esa impresión de tener la inocencia de un bebé, un bebé gigante en el metro, el metrorey Iban algunos hojeando el periódico, leyendo si es que a eso se le puede llamar leer, porque en sus ojos sólo pude verles inmovilidad.

 

En algún momento me vino la idea de que ellos tampoco sabían de dónde venían y quizá, como yo, tampoco quiénes eran. En principio, ya que no tomaban con asombro nada, los rodeaba la indiferencia que igual a veces protege. Me quedé viendo a un viejo que venía acostado sobre varios asientos, rodeado de moscas, aunque no pude distinguir si seguía vivo. Los insectos comenzaban a tragar su piel en pequeños mordiscos.

 

Miré por las ventanas y comenzaba a oscurecer o bien, estábamos en el subterráneo, porque como les digo, no recuerdo muy bien ese viaje. Pensé en preguntarle a alguno de mis acompañantes sobre el paradero del metro pero rechacé la idea casi de inmediato. Qué podrían saber ellos. Intenté ver mi reflejo por la ventana para forzar a mi mente a recordar algo pero era en vano. Reflejaba mi traje azul marino, mi corbata. Qué puto Godínez, pensé, ahora sí me sentía jodido. De mi rostro nada, apenas una sombra cubría mis facciones así que cientos de preguntas comenzaron a abordarme hasta que sentí que podía explotar y dejar más de cien kilos de carne y sangre por todos lados. Traté de relajarme, aunque se me hizo bastante difícil. Esto simplemente no podía estar pasando. Era una pesadilla, una alucinación. Pero las pesadillas siempre terminan. Acá, sea lo que fuese, estaba totalmente atrapado, era lo único que sabía con certeza.

 

Ya era tiempo de hacer algo, estando ahí quieto, corría el riesgo de que al final mis piernas no respondieran. Dí un paso y me sentí Neil Armstrong en la luna, todo un chingón. Al final era un recuerdo; una pista del pasado, pero: había llegado el hombre realmente a la luna. Comencé a cuestionarme aunque  cómo carajos iba yo a saber eso. Hice un esfuerzo inhumano por calmar mis pensamientos. Ya habrá otro momento para pensar. Caminé a otro vagón. Todo igual en las miradas aunque las personas eran distintas, no ayudaba en mucho la situación. Seguí andando por los vagones obteniendo siempre el mismo resultado. Durante horas, días, en realidad, no sé medir el tiempo en la eternidad, nunca puse atención en las clases de física, si es que en las clases de física nos dieron esa información. Llegué entonces a la conclusión de que no tenía mucho caso seguir así, era probable que todos los pasajeros en algún momento habían hecho lo mismo hasta caer rendidos. No se podía seguir así. Ya iba directo a perderme en el metro del abismo así que según puse mi mente en funcionamiento, no pretendía convertirme en uno de ellos. Total, qué era lo peor que podía pasar en este tren si nada tenía lógica ni razón. Dónde estaré. Acaso he muerto y esto es un purgatorio. Entré en una dimensión extraña sin saberlo y ahora camino en la inmensidad del universo. Supongo que todas esas cosas se piensan cuando no se sabe si está uno muerto o vivo.

 

De pronto pude escuchar música, era fría y distante, pero inconfundible. Se trataba, según creí, de Cabrito Vudú interpretando American Road Movie y yo que sentía que eran ángeles o sirenas que hipnotizaban. Intenté correr buscando aquella melodía, pero cada que estaba cerca el sonido cambiaba de dirección. Solamente el coro provenía del lado en el que me encontraba yo. Me estaba volviendo loco. No tuve de otra y salí ahora apresurado en la dirección de la que había venido. Cambió de nuevo y así cada momento que intenté. Estará la melodía en mi mente. Inventó mi cerebro el sonido para generar una esperanza. Otra sensación me atacó como un azote en la espalda. Dejé de escuchar la música y empezó a escurrirse por el resto de los sentidos, estaba palpando American Road Movie, saboreaba, olía. Estaba con más presencia que cualquier otro habitante del metro, el metrorey. Traté de volver al vagón inicial. Ahí iba a poner a funcionar mi memoria quizá. Tomarlo como el inicio de mi vida, aunque era claro que no había nacido ahí, en el vagón. Bueno, nada estaba claro.

 

Repentinamente vi a una chica a quien, para no olvidarla, le puse Danie. Había muchas muchachas, pero ella era claramente diferente. Su mirada era de otro mundo. No tenía el tinte gris que se encontraba en resto de los pasajeros. Además iba descalza y tenía los pies más hermosos que había visto, me hubiese gustado espiarla mientras tomaba el sol en el jardín de su casa. Sus ojos parecían un arco iris, ese que se hace en el aceite que dejan los coches en el pavimento y la mezcla con agua. Cruzamos miradas, estábamos sintiendo lo mismo. O ella era una especie de yo. Me sentí un poco aliviado, por primera vez sentía que estaba relajándome. Había la duda de si era o no indispensable hablarnos. Yo tenía esa duda pero no sé si ella dudaba lo mismo, eran dos dudas las mías.  Observarla durante tanto tiempo me había alejado por completo de la realidad o lo que ahí, en el metro, parecía ser una realidad. El negro profundo que antes inundaba el exterior de los vagones ya no se encontraba, a cambio había una luz blanca que me dejó ciego por completo. No distinguí si la ceguera era momentánea, a causa de la diferencia de luz con el anterior fondo, o por el contrario, iba a quedarme en esta condición para siempre. La angustia volvió. Nadie me había obligado a desviar la mirada de lo único que parecía valer la pena en el asqueroso espacio que me encontraba. Un segundo fue suficiente para perderlo. Ya no quería saber nada más. Pero cómo nos vamos a divertir si está canción no es para bailar. Quería olvidarme de todo. Me eché en el suelo a dormir. Nunca lo había hecho. Era lógico, de esta forma despertaría en el mundo al que pertenecía. Y todo aquel tormento desaparecería tan de repente como había llegado. Soñé. Estaba en el desierto. El calor era abrumador. El sol estaba en su punto máximo. No lo miré. No quería perder de nuevo la vista. Por lo menos en sueños podía ver sin problemas. No me encontraba ni bien ni mal, aunque ciertamente era mejor que el metro. Aún así, mis pensamientos sólo se encargaban de recordarme de los ojos y los pies de aquella mujer. Danie. Estaba allí. Aclaro que no me encontraba incómodo en la infinitud del desierto, al contrario, era un respiro que me daba. Pero tristemente estaba consciente de que me encontraba en un sueño. El asunto ahora era si tenía que despertar o no. Había algunas posibilidades. Despertarme en una cama, en mi antigua vida. Mis perros lamiendo mi rostro o un poco antes, con mi mujer al lado, o solo, daba igual. Pero la posibilidad de despertar en la nueva blancura del metro me hacía desear no querer hacerlo jamás. Si la realidad era aquel vagón lleno de zombies no la quería seguir viviendo. Por qué el hecho de que la realidad fuese mala es mejor que una irrealidad. Era un sueño. Yo lo manejaba. Podía tener lo que quisiese. Probé hacer aparecer una botella de agua. Excavé un poco en la arena y la encontré. Me la bebí de un largo y refrescante sorbo. Ahí me tenían, apareciendo botellas de agua cada momento sólo para probar mis poderes en el sueño, engañándome a mí mismo. Era momento de enfrentar la realidad fuese cual fuese. Era probable despertar en aquel vagón del metro, el metrorey, pero con mi vista y me encontraría con la chica hoy convertida en “de mis sueños” y de fondo American Road Movie como vals de aquel amor de metro. Había que ser optimista.

 

En fin, desperté. Seguía en el puto subterráneo. Mi vista perfecta aunque difusa a causa del sueño. El vagón había cambiado, no era ya el metro sino un tren y el exterior ahora ofrecía un paisaje de montañas. Era realmente agradable. Mi ánimo cambió.

Sentí una mano en mi hombro. Sabía de quien se trataba. Me di vuelta. Esta vez la cara no sólo eran sus ojos, también había una sonrisa de oreja a oreja, llevaba los labios en un tono de rojo oscuro que combinaba perfecto con un lunar justo bajo uno de sus ojos. En sus brazos iba Cirila, nuestra perrita. Me preguntó si estaba bien. Sí, me habló. Era la primera vez que escuchaba una voz humana en no sé cuanto tiempo. Le respondí que sí, y no mentía, estaba mejor que nunca, no sabía aún dónde, pero estaba mejor ahí, lejos.

 

Luis Bernal
(Saltillo Coah. 1984) Autor del libro de cuentos La casa púrpura (Atemporia, 2013). Aparece en República de los lobos (Algaida, 2015), antología de narrativa mexicana publicada en España. Hincha de Tigres y la música norteña.

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