El corazón de Eva volaba tanto como los volantes de su vestido rojo, se sentó en una de las sillas de aluminio que había fuera del bar y comenzó a sentir una legión de hormigas rojas picotear sus tripas. Esos insectos producían en Eva uno de esos dolores bellos parecidos a la droga. Deseó salir corriendo de allí cuando vio como Max se acercaba a su mesa.
Max era de talle impasible, como de hierro, sus pies clavados al suelo parecían insensibles al fuerte viento que había esa noche.
-¡Hola! ¿Qué tal? No le contesté, todo lo que pasaba por mi cabeza me resultaba ridículo y solo mantuve su mirada en sus oscuros ojos negros. Deseaba que no se marchara, pero no sabía cómo llenar el espacio de palabras ocurrentes o graciosas. ¿Qué queréis tomar?, nos dijo. Tomar, pensé, tomar no sé. Lo que quiero es acostarme contigo, y es en lo único en lo que pienso desde que te he conocido. Pero Eva nunca sería capaz de decir eso.
Un ron con coca-cola, contestó Eva, una cerveza, dijo Susana.
Para Eva, la única manera de estar cerca de él y mantener los nervios controlados era beber, y eso fue lo que hizo durante las dos horas que estuvo allí, beber dos copas y seis cervezas. Cuando fue a pagar se sintió tan atrevida que le preguntó cuándo terminaba su turno para irse juntos a dar una vuelta. Tres horas, le dijo desde la distancia y sin mirarla. Ella se despidió de Susana y con un desolador sentimiento de vergüenza se fue caminando a casa sola.