Cebollas y moscas por Daniela Ávila

Lo que más le gustaba a Emilia era picar cebolla. Disfrutaba de cada vez que el cuchillo penetraba y cortaba en pequeños pedazos aquel bulbo blanco y duro, el poder que ejercía sobre él y el daño que lograba causarle. Por otro lado, también le producía un enorme alivio las lágrimas contenidas que por fin eran liberadas en cada incisión que atinadamente conseguía hacer. Las lágrimas escurrían por sus rojas mejillas y los ojos le escocían, pero el alivio que sentía era indescriptible.

En ese momento, Emilia, entre las cobijas de la enorme cama, sostenía un cigarro a medio fumar y, atenta, observaba las gotas de lluvia caer a través del cristal mientras el humo dibujaba círculos en el aire y se elevaba lentamente.

La pequeña habitación en la que se encontraba Emilia estaba apenas iluminada por la luz de la luna que se colaba por la ventana, las sábanas revueltas la tomaban constantemente por la cintura e impedían que se levantara y caminara hacia el interruptor de la luz, y la verdad era que Emilia no tenía fuerzas siquiera para llevar a cabo esa acción. Llevaba dos semanas encerrada en aquel lugar de la casa, saliendo de vez en cuando para ir a orinar y aprovechar para picar un poco de cebolla, al terminar, dejaba el bulbo sobre la tabla de picar, y dejaba que el olor fuerte penetrara por días y días las paredes y todo lo que encontrara a su paso, después de estas acciones, regresaba de nuevo a la cama.

Cigarrillo tras cigarrillo, Emilia no despegaba ni un segundo la mirada de la ventana, esperaba con ansias que Él regresara, verlo a lo lejos con un ramo de flores en la mano y una sonrisa en el rostro, pero sabía que eso no iba a suceder; desde hacia dos semanas, nadie sabía nada de él.

La policía estaba haciendo todo lo posible, o al menos eso habían dicho, anuncios pegados, entrevistas a familiares y conocidos, inspecciones y un sinfín de cosas, pero no había ni el menor rastro de Él.

La verdad era que Emilia no podía recordar la última vez que le había visto, al menos no con claridad. Lo intentaba y a su mente sólo llegaban pequeños destellos de luz, una risa y ya; de pronto se veía a ella misma acostada en la cama y sin la presencia de alguien más.

Terminado el cigarrillo y con la lluvia aumentando en fuerza, Emilia dejó la colilla en el cenicero que Él le había obsequiado y lentamente salió de la habitación.

Se dirigió a la cocina y tomó el cuchillo que estaba encima de la mesa. El lugar apestaba a podredumbre y decenas de moscas volaban de un lado para otro, llenando con su zumbido el silencio sepulcral. La cebolla que había comenzado a picar tres días antes seguía ahí, intacta pero un poco seca y desprendiendo un olor horrible, tanto que le causaba dolor en la nariz; aún así, Emilia se dispuso a seguir con el trabajo que había dejado inconcluso, dejando caer y levantando una y otra vez el cuchillo sobre la cebolla. Las lágrimas en esta ocasión no estaban apareciendo como habitualmente lo hacían, en cambio, una sensación de angustia apareció en su pecho, y casi al mismo tiempo, un chorro de sangre salía de su dedo debido a la herida que se había hecho al escuchar que alguien tocaba el timbre.

Con el cabello revuelto sobre el rostro y las manos con un poco de sangre, abrió la puerta y vio ante ella un par de hombres.

Al igual que el día en que Él desapareció, Emilia no podía darse cuenta de lo que estaba sucediendo; inmóvil solamente observaba a aquellos hombres entrar a su pequeña casa, ahuyentar a las mocas y tener arcadas ante la pestilencia de la cebolla en descomposición, pero había algo más, les escuchó decir mientras le sujetaban las muñecas con esposas, mientras Emilia, con la mirada perdida sabía que vería de nuevo a su amado.

Uno de los hombres abrió la puerta de lo que parecía ser el cuarto de lavado y con cuidado abrió la lavadora de la cual también salía una fuerte pestilencia. Dentro y en partes, se encontraba el cuerpo acuchillado de Él cubierto por una sábana manchada de rojo, y al fondo, un cuchillo manchado de sangre y restos de cebolla.

Con cuidado condujeron hasta la puerta a Emilia que no ponía resistencia. Con una sonrisa en el rostro y lágrimas en sus mejillas, se alegraba de que por fin lo hubieran encontrado y llevado hasta ella, de que la búsqueda por fin hubiera terminado. Empapada por la lluvia la subieron a un automóvil de la policía mientras acordonaban la escena del crimen, y ella ya en paz, por primera vez en dos semanas pudo cerrar los ojos; lo que había estado anhelando había ocurrido y podría tenerlo de nuevo entre sus brazos. Sin duda alguna quien quiera que hubiera hecho eso, picar y cortar su cuerpo como si se tratara de una cebolla, no había sido capaz de terminar su cometido, ya que a Emilia no le importaba tener que amarlo pedazo por pedazo o con la cabeza llena de incisiones, lo que único que en ese momento importaba era que había regresado a ella, y fue en lo único que pudo pensar por largo tiempo.

Pas, pas, pas, podía escucharse con fuerza y claridad pese a que las ventanas estaban cerradas; pas, pas, pas, y si uno se acercaba, podría ver pequeños bailarines de agua zapatear contra el suelo; pas, pas, pas, un fuerte destello de luz que iluminó el cielo y todo a sus pies comenzó a ponerse en paz.

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