Desde que me enteré de lo que le sucedió a la chica en Delta, no puedo dejar de pensar en ello ni en las veces que caminé por el mismo bulevar, sola, expuesta.
Tenía cinco años la primera vez que abusaron de mí. Estaba en la cama de mi abuela viendo televisión, y llevaba puesto calzoncillos y una camiseta; estaba vestida como cualquier niña de cinco años. El amigo de un tío también quería ver televisión, aunque años después me enteré de que ni siquiera eran amigos; mi tío se atrevió a dejar sola a su sobrina con un desconocido. El tipo acarició mis muy diminutos y nada desarrollados labios vaginales, y después me amenazó con acusarme de estar despierta. Tuve miedo.
La segunda vez que abusaron de mí tenía siete años. Un primo lo hizo. Me besó e intentó acariciarme y forzarme a que yo lo hiciera. Me amenazó con decirle a mi papá que yo había roto algo de él (algo que no recuerdo haber hecho). Cabe señalar que mi padre era la clase de hombre que te levanta y estrella con fuerza contra la pared a la mínima provocación. Tuve miedo.
Hubo una tercera, cuarta, quinta vez, muchas veces más; amigos, familiares y extraños fueron los partícipes. Cuando tenía doce años creía que no tenía voz ni opinión. Recuerdo en particular una fiesta de Navidad. Supongo que mi primo le habló de lo ocurrido a un hermano de mi papá, ya que mi propio tío me insinuaba cosas y me miraba de una manera que me hacía sentir incómoda. Toda la noche evite quedarme sola con cualquiera de los dos, y aunque mis padres notaron que tenía miedo nunca supieron el por qué, ya que no podía quitar esa presión de mi garganta.
Crecí con una identidad sexualizada y creí que todos podían decidir, tocar y juzgar a mi persona; constantemente se burlaban de mi cuerpo y me volví retraída. Crecí teniéndole miedo a los hombres, y muy dentro de mí sentía que no valía nada. Mi madre reforzó este pensamiento cuando en un camión un tipo se me restregó y minutos después me regañó por haberlo enfrentado cuando era más simple ignorarlo y dejarlo pasar. Me enamoré una vez con locura, pero todo se fue al carajo debido a mi baja autoestima, por creer que yo no era suficiente.
Tenía diecinueve años cuando mi entonces novio quiso forzarme a tener relaciones sexuales con él, y cuando me negué me empujó con fuerza y eyaculó sobre mi espalda. Me sentí tan sucia, tan insegura, tan impotente que no pude hablar. Tuve miedo.
A la fecha soy inestable y le tengo miedo al compromiso. Me siguen aterrando los hombres y no confío en ninguno de ellos, no creo en lo que dicen, sigo sintiéndome sexualizada, acosada y juzgada todo el tiempo; aunque la relación con mi papá mejoró en gran medida, sigo sintiéndome insegura.
El día de hoy hablo de esto porque de alguna manera saber lo que le pasó a esa chica me afectó. Tengo dos hijos y me aterra la idea de que puedan arrebatármelos, de que les pase algo. No confío en que se queden a solas con nadie, incluso si son familia. Cada día les digo cuánto los amo y continuamente les repito las mismas oraciones: “Nadie tiene derecho de tocarte sin tu consentimiento, ni siquiera yo”; “Nada de lo que puedas hacer va a ser tan terrible como el hecho de que no confíes en mi”; “Yo te elegiría sobre cualquier persona”.
Trato de darles el amor y la comprensión que a mí me faltó porque cuando dicen que todo empieza en casa es verdad. No hay que temer solo de lo que ocurre afuera, ya que muchas veces los monstruos están en nosotros mismos que no escuchamos aquellos gritos silenciados en busca de ayuda.
Editado por Daniela Ávila