La noche en que Llum apareció en mi departamento, supe de inmediato que ya no nos pertenecíamos. El par de maletas con apenas kilo y medio de ropa olía todavía a una visita oportuna, a mensaje de carretera.
Bebimos tinto barato y comimos sushi, le hablé del tiempo y de todas esas chorradas que sé, le disgustaban cuando estábamos juntos; le mostré mi vida, y ella a cambio me mostró las heridas de su guerra.
Fuimos esa misma noche a pasear del brazo por el puente que atraviesa el Sena. Ella eligió la plática y por supuesto que asentí gustoso de escuchar en lo que se había convertido; no se podía en ese momento estar mas lejos, ni un puente como ese podría hacer que coincidiéramos ahora, pensé.
Le hablé de mis viajes al Peyote y al Cuévano, y esa noche por primera vez dormimos juntos.
Siempre tuve la sensación de que debía dormir con tenis por si a mitad de la noche tenía que correr para alcanzarla.
Nunca más nos volvimos a tener.