En mi cuerpo delgado, el silencio era un filo más (Parte I) por Mario Frausto Grande

“Tengo la carne abierta. Soy carne abierta”

Operación al cuerpo abierto, Sergio Loo

 

Crecí consciente de que mi cuerpo está aquí, creo que todos lo hacemos. Es el hogar más próximo y verdadero, el sitio donde, me parece, logramos entender que también somos espacios que conviven con otros espacios. Sin embargo, hay algo que mi historia personal me ha permitido reflexionar sobre mi cuerpo e, incluso, sobre el cuerpo de los otros: crecemos en múltiples encrucijadas sobre lo que es habitar nuestra corporalidad, nos propinan discursos que atentan constantemente contra la percepción y estima que tenemos sobre ese lugar tan bello que, lamentablemente, comenzamos a ver como horrendo debido a la manera en que se han construido posturas que le dan ese calificativo. No hay cuerpo que no se haya enfrentado a ese matadero que llamamos sociedad, y así como se crítica a una creencia o una inclinación política por estar fuera de cierta norma, el cuerpo es también otro blanco recurrente, otra reiteración de que, allá afuera, siempre se buscarán motivos para lanzar disparos contra todo lo que no cumple con los lineamientos asesinos de esa sociedad en turno.  

Recuerdo muy bien a una de mis tías cuando íbamos de vacaciones a visitarla. Yo era un niño, y como todo pequeño estaba obligado a saludar, aunque no lo quisiera hacer. Mi repudio por hacerlo era particular, y con eso me refiero a que era una sensación que tenía particularmente con mi tía. Aunque yo le dijera algo simple como: “Hola, tía ¿cómo estás?”, ella me respondería con su típico: “Estás muy flaco, mijo, muy flaco, te ves muy feo”. Esas palabras podrían haber sido carentes de significado para mí, podría simplemente haberlas ignorado, pero solía ser aprehensivo, solía tomar las palabras ajenas y volverlas parte de mí, las cultivaba en algún rincón de mis pensamientos y dejaba que dieran frutos llenos de espinas. No sabía qué responder, y prefería irme. Me escondía en los cuartos solitarios o en lugares oscuros, y dejaba que el eco de las palabras de mi tía me rebanara constantemente por dentro.

Por muchos años odié verme en el espejo. Cuando llegó la pubertad ya no era sólo el cuerpo flaco, sino también otros aspectos, como el acné y las manchas en la piel, los que se unían al defecto base y que sólo sumaban nuevos pesos a mi coraza de dolores. No lograba entender el afán de las personas por hacer observaciones acerca de cómo se ve el otro. Me percataba de que esas ofensas no venían sólo hacia mí, pero eso no me tranquilizaba, no me era un aliento en medio de la repetitiva masacre. ¿Por qué la gente tenía que hacer más observaciones sobre tu cuerpo en lugar de sólo saludar? ¿de intentar conocerte? ¿de convivir en lugar de sólo reparar en tu cuerpo flaco y el acné propagado en tu rostro?

Sin duda, desde una edad temprana me di cuenta de la importancia de ostentar cierto tipo de corporalidad. Y entonces comenzó el anhelo por dirigir mi cuerpo hacia una ruta menos sangrienta, hacia direcciones donde los calificativos fueran más suaves y satisfactorios. Fue en ese momento cuando comencé con el típico deseo de ir al gimnasio y ser “el hombre que quería ser” o, más bien, “el hombre que se esperaba que fuera”. Después de las primeras semanas yendo con constancia a ese lugar, de las burlas que desprendía mi persona debido a mi poca capacidad para levantar las mancuernas, y del choque con una actividad que no disfrutaba del todo, me di cuenta de que la masacre no acabaría ahí, de que en ese lugar se acrecentaba la sed de sangre, de que no difiere de una religión que te exige mutilar todo lo que eres en la búsqueda de hallar un perfeccionamiento. Me empapé más de sangre en ese lugar. Me manché como nunca. Al final lo dejé, pero seguí perdido. Ahogado en un cuerpo que no era lo que debía ser y que, además, había abandonado su oportunidad de ser mejor, de salir adelante.

En el recorrido de los siguientes años no hubo mucha variación: seguían las burlas como un cuchillo bien afilado, las críticas abonando nuevas y pesadas partes a una armadura que sofocaba mi intento por aceptarme a mí mismo. A la agudeza de ese dolor se agregaba la celda de mi homosexualidad no aceptaba. Parecía no haber remedio. Me había tocado ser un cordero que era mutilado constantemente, pero que nunca era asesinado. Era impactante cómo el cuerpo podía ser un filo tan hondo, cómo podía convertirse en la fosa donde habitaban todos mis pesares y miedos. Las metáforas donde se aludía a las heridas y el dolor eran las únicas que lograba asociar con mi corporalidad. Era un hecho que, incluso, yo me había transformado en el torturador más devoto de mi cuerpo, en el cuchillo más preparado para clavarse en mi torso y recordarme mi cuota de sangre.

En mi cuerpo flaco, el silencio era un filo más. No podía decir, sólo observar. No tenía derecho a gritos, sólo a palabras enterradas donde se retorcía el coraje y la impotencia. “Estás muy flaco, mijo, muy flaco, te ves muy feo”. Todo tenía origen en palabras tan simples, tan oscuras, tan desgarradoras. El tiempo siguió su marcha y con ella vinieron más enfrentamientos conmigo mismo, más sangre regada en el camino de mi condena por tener un cuerpo tan feo. Pero llegó el momento en donde la conciencia comenzó a brotar, el chasquido de lucidez donde el hogar más próximo, el más verdadero, tomó una nueva ruta. ¿Era posible pensar en mi cuerpo flaco como una forma de vivir? ¿Se podía tener un cuerpo que no coqueteaba con las formas sangrientas en que se me había instruido? ¿Había otras metáforas para nombrar mi corporalidad? ¿Un modo para que la palabra “flaco” no fuera un cuchillo que propinara su dolor en mi costado? Tenía que tomar el filo y quebrarlo. Encontrar un sendero donde la sangre no fuera lo único cierto…

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