La primera postal que nos envió la muerte fue el sol brillando en lo alto, las malvas rosas floreciendo y mi abuela sentada en la silla de vejuco café. Sus ojos habían transmutado del marrón al blanco lechoso y, escondiéndolos detrás de sus gafas de armazón rudo, añoraba su juventud y nos contaba una y otra vez las mismas historias. En ese momento a mí me olía a lluvia, a queso, a tierra, árboles y a las calles de Guanajuato; me olía a fruta fresca y a membrillo caramelizado.
Disfrutábamos de aquellos domingos sentados a su alrededor, interrumpidos únicamente por el ruido de los niños en la calle y el olor a sandía con chile y limón. Observábamos atentos cómo su piel se marchitaba cada vez con más rapidez, y la piel que antes había sido morena se llenaba de manchas de sol y de experiencia. Sin previo aviso, el nervio óptico de sus ojos se fue de vacaciones para nunca volver, por lo que reconocernos fue una ardua tarea para la que nunca fue preparada; nos reconocía por el ruido de nuestras risas, el chistar de nuestros dientes o el ‘clap’ de nuestros zapatos. Entre otras de sus cualidades se encontraba el curarnos de empacho, de espanto y hasta de mal de ojo, y a mí, que fui la última nieta a la que le enseñó esas artes, me gustaba decir que provenía de una larga línea de chamanes nacidos por tierras (no) tan lejanas de Romita y Silao, cerca de las vías del tren. Me gustaba que sobara mi cabeza para que las pesadillas y el miedo se fueran, que preguntara si tal o cual árbol seguía con vida en las calles que solía recorrer cuando niña, y que me curara el corazón diciéndome que no debía permitir que ningún hijo de la chingada me hiciera daño, y que, si acaso lo hacía, me fuera muy lejos porque para eso yo me pintaba solita.
La muerte nos mandó demasiadas postales que anunciaban su inminente llegada: la fractura de cadera, la pérdida del oído y la demencia senil. Y nosotros, tan egoístas como seres humanos, no hacíamos más que limpiar sus llagas, alimentarla y recostarnos a su lado por si acaso lograba sentir nuestra presencia. Le gustaba que acariciáramos sus cabellos de algodón y que a gritos le contáramos que iba a ser otra vez tatarabuela, que había una licenciada en la familia y que por fin había corrido lejos.
La última postal que nos llegó fue junto a la muerte que entró por la puerta grande. Era un caluroso miércoles de mayo con el sol quemando con fuerza. Yo estaba despeinada, con la blusa color mostaza manchada de chile y un calcetín negro y el otro gris, cuando entré sin zapatos a la habitación pretendiendo no romper el silencio sepulcral del lugar.
Cerré los ojos y pude percibir por última vez el olor a fruta fresca, a queso, árboles y tierra; los cerré aún más fuerte y pude escuchar cómo el último murmullo de su respiración se escapaba por la ventana dejando a mi abuela en libertad.