When I sad/I slide
Marc Bolan.
–Juan dijo que estaba en el gimnasio, comenta la mujer del cabello ensortijado a un adolescente que la acompaña. Su tono de su voz es plano, pero su voz se ahoga en el sonido del claxon de un trailer. Él asiente mientras se rasca la cabeza. Todo se mueve de un lado a otro, porque el autobús frenó de golpe y siguió un chirrido. Apenas tuvieron tiempo de sostenerse del tubo.
Le cuenta sobre "la oficina". Un local oscuro y despintado a donde solo van hombres. Afuera hay un letrero de lámina oxidada que dice gimnasio. Al lado hay una silueta incompleta con una pesa. Pero no hace falta decir que ahí nadie va a ejercitarse. Se suben las escaleras – les falta el tercer escalón–, y al fondo hay unas habitaciones en donde están mujeres en sillas blancas de plástico (como de taquería) y un corredor lleno de puertas. También me dijeron del color de las paredes, pero ya se me olvidó, también lo demás.
El calor envuelve todo. Es viernes y a través de las ventanas la ciudad parece correr despavorida. Los pasajeros sentados voltean a ver su celular, cerca de ellos un señor duerme recargado en la ventana. –Me da igual lo que haga, ya está grandecito, masculló ahora la mujer mientras veía hacia abajo y apretaba el tubo.
Sube abordo un joven con cicatrices en la frente y lentes oscuros que cargaba una guitarra negra en su espalda. –Prefiero hacer música antes que (ya saben) robarles; señores pasajeros, sabrán disculpar, dice con un gesto que hace pasar por sonrisa. Una señora lo voltea a ver pero casi al instante baja la mirada.
Una noche Juan bebía de su caguama entre un aluvión de risas y voces, algunas conocidas. Después de encaminarse rumbo a una avenida, no reparó que había dejado su celular sobre el depósito del baño de la cantina en la que había dilapidado la tarde. Por fin encontraron un lugar para sentarse. Ella abrió su bolsa y sacó un recorte de periódico con la fotografía de un hombre de ojos negros que veía fijamente a la cámara. –Este país…, pensó.
Escrutó la imagen por unos instantes. Sintió que le faltaba el aire. La recorrió un frío de la espalda a la garganta. No quiso decir nada el resto del camino. Arrugó el recorte y volvió a guardarlo en su bolsa. Tomó su celular y se puso los audífonos. Decidió mirar al joven que movía sus manos sobre los trastes con agilidad.