Perdí la virginidad a los diecisiete y desde entonces he tenido sexo por muchas razones distintas.
Recuerdo haberlo hecho porque estaba enamorada, porque las hormonas me ahogaban, por la soledad que sentía en el cuerpo. También recuerdo no recordar, otras varias no haber querido pero estar muy borracha o asustada para negarme.
A los veinte aprendí la importancia de disfrutarlo, como mi madre y abuela no habían podido a mi edad. Busqué métodos anticonceptivos porque había que temerle a un embarazo, incluso más a que las personas supieran con cuántos me había acostado o con cuántos no.
Lo hice en mis buenos y malos días, en los buenos lo usaba como broche de oro y en los malos como anestesia para calmar la tristeza, para ponerle pausa a una pelea romántica o para sentir algo además del vacío.
Aprendí del porno, de las pláticas con amigas, de películas y canciones, de algún vivo que se tomaba personal la tarea de enseñarme a usar mi cuerpo y de las historias grises que escuchaba en desconocidas.
Crecí sin saber bien lo que hacía, imitando sonidos e imágenes, preocupándome por lo que pasaría al terminar; maduré hasta exigir más para mí, más de lo que me gustaba y de cómo me gustaba. Busqué con mis propias manos sensaciones nuevas, como cuando tenía catorce años y me escondía bajo las sábanas.
Le pregunté a mi historial por aquellas veces que sentí cosquillas o algo más, me estudié por años. Pero de tanto buscar olvidé lo que esperaba encontrar. Tal vez sólo era pretexto para quererme a solas.