Sentada, sola en esa calle llena de gente,
sentada bajo la luz oscura de aquella lámpara apagada,
hablando de nada consigo misma,
buscando escucharse en el escándalo del silencio,
melancólica poesía brotaba de su boca sellada.
Todos la veían y nadie la miraba,
haciendo de su soledad un bullicio lleno de murmullos callados.
Se preguntaba quién era,
afirmando exactamente que no sabía,
pero tenía una idea de lo que debería de ser, según el mundo,
que representaba la minoría de la inmensidad.
Sus ojos cerrados observaban la tristeza del alegre presente,
porque el pasado ya lo sabía de memoria su corazón
y el futuro era una palabra que gozaba aborrecer,
porque era estremecedoramente incierto
y tan predecible justo en ese momento,
debajo de una lámpara.
Lloró a carcajadas lavando sus miedos con alegría,
loca le pereció a las personas que le prestaron atención mientras la ignoraban,
pero continuó tan preocupada por ello como en un principio.
Juzgó todo y a todos a su alrededor para poder aceptar sin prejuicios la realidad.
Limpió sus lágrimas secas,
levantó la frente y continuó su camino,
de la forma más tranquilamente rebelde que encontró.
Calló sus tormentas y le dio voz a la reconciliación de su inseguridad con su fortaleza.
Al encontrarse dormida,
despertó la admiración y la envidia de quienes se han ofendido con tal escena,
de quienes son libres atados a su sucia realidad,
de quienes son apenas unos temerosos valientes
que no se atreven a luchar con el ejército de su interior.
Ella únicamente quería estar sentada,
acompañada de su soledad,
justamente en esa calle,
bajo la luz oscura de aquella lámpara apagada.