Mi padre es eso que podrían llamar “ateo funcional”. Va a misa si tiene que hacerlo, reza si tiene que rezar, hasta pinta cuadros de santos pero eso es porque es un folclorista empedernido, los que lo conocemos bien sabemos que en el fondo piensa que al morir simplemente las luces se apagarán y ya, ni cielo ni infierno. Como ateo funcional tiene su particular método para deshacerse de los testigos de Jehová que a veces llegan a su casa los domingos por la mañana, esos que tocan la puerta bien temprano, en traje y preguntando con la más catatónica sonrisa si tienes un minuto para hablar del señor. Se muestra como un comunista acérrimo al que le gusta discutir, y después de tenerlos en la puerta por veinte minutos los hace pasar a la sala para seguir discurriendo. Les invita algo de beber –por supuesto, siempre rechazan el licor y solamente aceptan el agua–, y dan paso a dos horas de una dialéctica que siempre me hizo pensar en los escolásticos fumando mota. Tras este lapso viene el giro, el viejo comienza a fingir convencimiento paulatino, pone cara de que ha visto una leve barba de dios a través del brillo en los ojos de los predicadores, quienes tras sudar la gota gorda apenas pueden creer que estén teniendo un logro tan grande. Finalmente les promete que el próximo domingo irá ataviado en redención a su templo del cual le dejan dirección, horarios y lecturas como para un mes sin dormir.
Ellos se van, marcan la casa en su formato para que otro hermano no pierda tiempo en convencer un hombre que ya está convencido de la palabra del creador y llevan consigo una sonrisa más genuina que con la que llegaron, solamente para terminar siendo en realidad motivo de carcajadas cada que mi padre cuenta la nueva anécdota en las fiestas de sus amigos, “ellos se van contentos porque ganaron un alma, yo me quedo contento porque les hice sentir bien, todos ganamos”, dice.
Pues bien, mi método es distinto, a decir verdad todavía no es un método pues solamente lo he aplicado una vez, aunque funcionó como repelente de los testigos por casi medio año. Tengo una falta de paciencia análoga a la de un perro chihuahua, jamás podría gastar dos horas y media de mi vida hablando con personas que se rasuran perturbadoramente bien a menos que sea por trabajo. Provisto de un odio de clase de dimensiones cúbicas –que mis tías llaman desvergüenza sin remedio–, los insultos fueron además mucho tiempo mi método fallido, hasta que llegó la iluminación un domingo de 2014, surgido como el arbusto de fuego que Moisés vio en el Sinaí antes de bajar cargando unas piedras que la humanidad ha tenido que cargar cuesta arriba más tiempo del que debiera.
Me estaba bañando con prisa porque tenía trabajo qué hacer, cuando llegaron y tocaron mi puerta con insistencia. Ya demasiado desagradable era trabajar en domingo, así que había puesto un disco de Art Blakey a todo volumen para paliar el mal humor y dejar que el agua caliente hiciera la otra mitad del trabajo. Pinche puerta. Suene y suene y suene. El encabronamiento no tardó en florecer como suele pasar en mí, con una sonrisa y una idea. Salí del baño, me fijé por la ventana –eran ellos– y abrí. Qué se les ofrece señores, señora.
Tiene un minuto para hablar de Jesús. No, no tengo, pero los invito un trago, pasen por favor. No tiene un minuto, bueno, no lo molestamos más, gracias. Tan tán. Se fueron. El diálogo que pongo arriba está ajustado claro, tuve que omitir los tartamudeos y extraños silencios guturales que hicieron, creo que no estaban muy acostumbrados a ver el cuerpo desnudo de otra persona.
Conste que lo del trago era cierto (pero agua no les iba a ofrecer). Este acto me permitió medio año de domingos de paz y tranquilidad. Todo esto que les digo es para contarles que hoy vinieron pero me encontraron medio dormido, así que no pensé que fueran ellos y simplemente abrí pero ya era tarde, traía ropa. Tuve qué aplicar otro método que encontré en internet, decirles con enorme naturalidad que en esta casa adoramos a satán, y aunque se pusieron nerviosos y se fueron me dejaron unos folletos y eso solamente significa una cosa, volverán el próximo domingo.
Por supuesto, el 19 de julio me levantaré temprano y los estaré esperando.