Recuerdo con cariño ese domingo que pasamos juntos después de una de tus aventuras en Bernal. Fue casi al principio, cuando creíamos tenerlo todo, incluso sin ser nada aun. Lo único certero, era la atracción física entre los dos y esa conexión inexplicable que la gente suele llamar “química”.
Me trajiste un regalo de aquel pueblo mágico: Un pequeño collar con una esferita en el centro que tintineaba con cada paso que yo daba. Me parecía un regalo maravilloso, me gustaba pensar que el verdadero obsequio no era como tal el souvenir sino aquella promesa implícita, carente de tiempo, repleta de deseos de bienestar y hasta de una extraña sugestión espiritual, todo basado en las mágicas leyendas que cuentan estos amuletos.
Lo usé cada día que pasé contigo, llevándolo colgado a mi cuello y cerca de mi corazón. Te sentía en él. Solía agitarlo muy fuerte cuando me sentía perdida o cuando buscaba señales o necesitaba respuestas. La suave armonía que producía, lograba traerme al presente y me brindaba una extraña sensación de seguridad. Cuando te sabía lejos, lo sacudía más fuerte que nunca como decretando tu llegada, como si creyera que el ángel eras tú.
Decidí conservarlo, a pesar de que te fuiste. Debo confesar que aún hay días en que lo saco del cajón y lo hago sonar, no sé si con más añoranza que fuerza o con más miedo que esperanza. Susurro tu nombre, deseando que me escuches, a ver si te llega el mío a la mente como un flechazo, a ver si vienes, a ver si te quedas.
Descubrí que no funciona porque sigues lejos.
Jack.