El medio día me ha sorprendido otra vez en la cama, la languidez de mi cuerpo no me permite
moverme hacía otro lado así que me resigno a contemplar la pared blanca que yace frente a mi
como si fuera un enorme banco de sal, que deshace con el paso del tiempo. Tengo los ojos
irritados, pequeños y más asiáticos que de costumbre, bien podría decir que sufro de pliegue
epicántico como los esquimales y nadie podría contradecirme. Mi piel tampoco tiene brillo y mi
cabello parece una hoja de papel maltratada. De este lado de la cama, puedo ver un chorrito de
luz grisácea que se opaca con el paso de las horas y desaparece para volver al día siguiente. El
silencio es tenebroso, hueco y húmedo, de vez en cuando llena las paredes de moho verde y deja
ecos a su paso cada vez que parpadeo. El sol tampoco calienta ningún espacio, este invierno me
ha parecido eterno.
Lo único que escucho es el molesto maullido de la gata (a la que no le tengo ningún cariño) que
espero, algún día se canse de mi y vaya buscar comida a otras azoteas, o se pierda y olvide como
volver, pero eso nunca ha pasado, sospecho que ella se ha resignado a hacerme compañía. Lo
único que pienso al ver el muro de sal es en el dolor que tengo en el corazón a veces no me deja
respirar y otras veces tengo que soportarlo hasta que decide irse (mi madre dice que ese órgano
no duele, pero aún tengo mis dudas). Por supuesto que nadie sabe de mi nueva afección, excepto
mi querido monstruo el mismo que alimento todos los días, el que come de mi mano y se sienta de
vez en cuando en la orilla de mi cama, para intimidarme. Tengo que decir que es aterrador pero he
aprendido a vivir con él y dejarlo morir me da un poquito de pena, en las noches se pasea por la
habitación y he llegado a sentir como se acurruca junto a mi aunque en por el día lo encuentre
sentado en una esquina mirando el muro de sal. No sé cuántos días más tenga que alimentarlo,
las reservas se acaban, el invierno es más crudo, mi cabello se cae con frecuencia y este jodido
dolor en el corazón me está matando.