Cuando era niña tenía unos patines. Con ellos conseguí la gloria de saberme veloz y la alegría de cruzar la cancha de basquetbol de mi colonia a través de lo insondable y también un brazo roto y púrpura. Esa fue la primera vez que escuché crujir uno de mis huesos y que me preocupe por la sangre debajo de mi piel. Todo lo que había dentro de un cuerpo era algo que nunca había imaginado. Tenía los temores normales a las caídas y a los golpes pero ignoraba la fragilidad de una pierna y la coloración y deformidad que pueden adquirir nuestras heridas. Nunca pensé en mi extensión como algo ajeno pues la veía escribir en la escuela y hacer las tareas y jugar a la pelota pero su presencia era obvia y tangible. Y cuando tuve que dejar de usarla, de hecho, en cuanto me amarraron un trapo al cuello para sostenerla tuve una sensación que ya no podría olvidar. Aunque temporal, la incapacidad me hacía consciente de lo inútil que era sin uno de mis miembros. Y la comezón que experimentaba debajo de la capa dura que cubría mi fractura se convirtió en la certeza de que todas y cada una de mis partes decaían de forma inevitable. Últimamente, mi abuelo está enfermo. Recuerdo que cuando me llevaron al hospital por mi accidente él también estaba ahí aunque por una pulmonía. De esas fechas tenemos una foto. Ambos estamos en la sala. Él muestra su aflicción y su molestia por tener que usar un abrigo que siempre ha considerado innecesario. Yo muestro la torpeza de tener que convivir con una piedra como algo propio. Y aunque han pasado muchos años lo que me ocurre es la misma cosa. Por más fuerte que lo haga, ya no me aliviare con rascarme. La salud, leí hace poco, es algo que no existe. Se presenta cuando enmudece y la recordamos cuando no está.
Abuelo por Gabriela Cano
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