Adiós muñeca, adiós por Luis Bernal

No pudo resistir caminar entre en la viscosa textura del vomito, pobre cachorro. Diego abandonó la humillante posición en la que se encontraba, de rodillas y con la cabeza metida listo para seguir expulsando liquido de su boca que parecía la de un bulldog babeante. Se puso de pie para sentirse nuevamente un hombre y dejar de ser un can. Se persivía comodo, asomaba la panza achatada y llena de estrías que parecían formar un camino hacía el ombligo como si este hiciera las veces de agujero negro. Se acomodó los jeans y comenzó abotonarse la camisa a cuadros. Una vez que estuvo en mejores condiciones se sirvió café e intentó tomar nuevamente el desayuno ya que en la prueba anterior había dejado todo regado por el piso del pasillo que llevaba al baño. Miró al cachorro con asco.

 

Con toda la parsimonia del mundo se sentó a tomar al fin esa taza de café. Hace tanto que no lo hacía como en esos instantes. Era más que obvio que esa se había convertido en su rutina de todas las mañanas pero hoy daba la impresión se ser soltero de nuevo. No comió nada porque la última concha descansaba junto a su antiguo café en el piso. Se observó como un extraño, no alcanzaba a identificarse bien con el brillo de los azulejos, el microhondas le pareció excesivamente grande, la taza que sostenía era rara y hasta su mano se sentía como no propia. Se tomó la cara con los dedos, los pasó por la nariz que era más grande de lo que recordaba y luego por los ojos y parpados. Todo era nuevo, Colón pisando América por primera vez. Todo llegó a un clima más complejo cuando acarició su oreja y se percató que efectivamente no era la suya, era la de otro. O de nadie, pero suya definitivamente no era. Comenzó a cuestionarse si en verdad ahí había vivido por 42 años para darse cuenta de su rutina, todos los desayunos que había preparado, lavar los platos, cocinar la cena, darle de comer al perro, eso no era vivir. Tomar el café como estaba haciéndolo, eso sí era vivir. Estuvo momentos pensando que la vida pasa y que sólo tenemos algunos momentos de esta, que es probable que de lo demás se encargue un extraño sin personalidad al que no le importa la represión, ni ser humillado, un rutinario; un sumiso.

 

Desde algún lugar de la casa se escuchó un grito de mujer. La voz tenía tintes de cantante lírica sin duda poseedora de algún tipo de obesidad. De todos los tipos de obesidad.

 

—  Diego, ¿qué significa este olor a mierda? Entiendo que no es café quemado. Ojalá me hayas preparado hotcakes, te voy a dejar uno o dos.

 

Una cara se asomó al desayunador, después el cuerpo. Obesa, en definitivo.

 

—  Danna, vomité –dijo Diego –te vomité.

— ¿Qué es esto? Trae un trapeador, idiota –gritó sin escuchar la regordeta mujer – ¿te estás tomando mi café?

—  Me vale madre –dijo él, sórdidamente, enfrascado –te tragué, te vomité y con gusto lo haría de nuevo. Bruja de mierda.

—  ¿Qué dices? –alcanzó a escucharlo.

—  Que ya no soy yo, bueno, ese. Ahora soy yo, adiós sumiso.

—  Te voy a matar un día de estos, estúpido. Trae el pinche traepador.

—  Me largo, Danna. Igual no voy a decir nada de tu obstinación, tu violencia. Estoy consiente de lo mucho que te importa lo que la gente diga allá afuera pero déjame ir sin problemas. Ya no vives en mi, te escupí, no tengo idea del por qué me acuerdo cómo te llamas pero ya no eres nada para mi. Hoy comienza mi vida, me voy a encontrarme con mis sueños y conocer la libertad, a veces eso nos hace falta, mujer. Adiós.

 

Intentó apartarla con una fuerza desconocida para un brazo como el suyo y caminó para la puerta. Danna logró reponerse y como pudo alcanzó a Diego quien ya estaba cruzando el umbral que daba para la calle; a la libertad.

 

—  De aquí no te vas, hijo de puta  –dijo mientras lo tomaba por una oreja.

 

 Estaba agitada y la respiración se le dificultaba. Sus dedos que, viendolos bien, parecían salchichas polacas se aferraron al lóbulo derecho de Diego mientras recuperaba algo de aliento. ¿Quién se pensaba ese debilucho para irse así como si nada?; muy chingón ahora, hasta dando lecciones de vida. Una mañana, de la nada, lo que faltaba, que se creyera Rimbaud. O Neruda, daba lo mismo. Le escurría el sudor como lagrimas, su cara cada momento se ponía más rosada, en su frente había montañas de arrugas causadas por sus ojos que se cerraban con la misma fuerza que intentaba no soltar aquella oreja. Esos ojos cerrados que al final no le permitieron ver la silueta de su hombre que se alejaba entre las calles ni el rastro de gotas rojas que iba dejando por los azulejos al costado izquierdo de su cabeza.

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