ALIENACIÓN POR DIONY SCANDELA

La ventana abierta de par en par. El día soleado que muestra su mejor optimismo hacia un ilusorio y lejano horizonte de sucesos; el vendedor es inglés (aseguran muchos), los clientes son latinoamericanos. De todo el extenso cono sur se congregan compradores; ahora bien, no se sabe con exactitud si aquello es una simple tienda de víveres o un supermercado, nadie puede definir realmente qué tipo de negocio es. Una inmensa cola busca definir qué hay hacia allí.

—No hay una lista de precios ni empleados —comentaba un cliente a otro—. De hecho, no se sabe cuándo abrió el negocio.

—Mira, allí está el gerente atendiendo y a la vez haciendo las cuentas.

—Bonito sombrero de hongo —señala el otro con burla.

El otro bosteza al ver la inmensa cola que tiene enfrente. Hay quince o tal vez veinte personas aglomeradas bajo el sol inclemente de la mañana.

—Aún no entiendo, ¿qué buscan los clientes en específico? Veo comida, otros compran libros y… Mira, allí uno ha comprado un par de zapatos.

El otro se cruza de brazos:

—Que se vayan al carajo. Ninguno de ellos sabe a qué vinieron.

—¿Y cómo sabe el inglés lo que la gente quiere? ¡Oiga, tenga cuidado!

La cola de personas comienza a desordenarse. Se oyen silbidos y palabrotas; uno de los clientes intenta entrar por la ventana, pero el vendedor le arroja una taza de té caliente y lo quema.

—Ahí lo ves —dice el primer cliente—. El inglés ya hizo lo que es debido.

—Necesito comprar dos kilos de carne de res, pero traje efectivo y tarjeta de crédito, o tal vez el inglés tenga opción de trueque.

El otro niega con la cabeza.

—Eres medio estúpido, ¿no recuerdas lo que le pasó a Don Fabricio el mes pasado? El judío de la esquina le propuso que le terminara de pagar con la mitad del solar de la casa. Adivina lo que vino después: Fabricio perdió su hogar por completo y tuvo que mudarse a casa de su hermano.

—¿Cómo así?

—Pues le debía también a los chinos del siguiente callejón.

—Pagaré con efectivo mejor —dice el otro.

La cola se agolpa y ya los sujetos se acercan a su turno. Apenas cuatro clientes por delante.

—Mira esa señora. Vino por verduras y terminó llevándose un vestido de tela fina.

—Mejor fórmate. Ya viene nuestro turno. ¿Cómo es que el inglés amasó tanto dinero?

—Al igual que la familia West de enfrente: apropiándose de las viejas fábricas autóctonas.

Llega el tiempo de los sujetos y, para sorpresa de ellos, el inglés es sustituido por un hombre fornido de facciones árabes; ambos clientes asumen que es un nuevo gerente y, al estar indecisos en qué comprar y no entender al nuevo gerente, son echados de la cola por los demás.

—¿Tan mal vestidos andamos? —dice uno.

—No sé. Esperemos que el próximo regente del pueblo ayude a solucionar la situación.

Se acuerdan de que necesitan medicinas, pero al llegar a la farmacia-hospital, toda la infraestructura estaba en condiciones deplorables. Volvieron a pasar frente al sitio que era del inglés y había tres sucursales más. Probaron suerte y consiguieron empleo: el jefe era un libanés. Al año los despidieron y la paga fue muy poca, a pesar de que eran excelentes trabajadores.

El primero comenzó a gestionar para cruzar la frontera, pero fue deportado a su tierra natal; el otro sujeto fue parte de una rebelión militar que posicionó a un líder carismático en el poder. El nuevo regente se alió con personas corruptas que exterminaron los recursos de aquella región; se llenaron los bolsillos de plata y pronto vino la escasez. Un año después, ambos se consiguieron en una larga cola del Sistema social de Quimeras o, como lo llamaban los políticos, “la ayudita del gobierno”.

—¿Qué cuentas?

—Estoy gestionando para irme legal al Norte, ¿y tú?

—Intentando afiliarme al partido del nuevo regente. Se cuenta que está dando trabajo al pueblo —da un hondo suspiro y mira fijamente la cola.

En la cola de espera había muchos individuos tristes y de aspecto miserable. Cuando los sujetos casi llegaban al turno, la taquilla se cerró por falta de material para las credenciales. Así pasaron los años y los sujetos envejecieron allí esperando; un día de suerte reabrió la taquilla.

—Mira, es nuestro turno.

—¡Ah, caramba! Mira, para allá está Don Fabricio quien nos va a atender.

El aludido era un hombre de edad avanzada y rostro inexpresivo, vestido con la política del momento, quien les negó las credenciales a los sujetos. Frustrados, terminaron sentándose en la plaza del pueblo para pensar en alguna solución. Con el pasar de los años, murieron y les erigieron un majestuoso monumento, justo en frente del almacén del libanés, y hasta una placa conmemorativa que el nuevo regente les mandó hacer.

Otro día igual de soleado, otros sujetos se hallaban en una larga fila ante el palacio del pueblo donde se formaban para solicitar ayuda del regente. Ambos no tenían ni idea de qué iban a preguntarle al político, pero allí estaban, como dos individuos arrojados en un mundo incierto.

 

 

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