“De estufa, corazón, te tengo a ti”
-Joaquín Sabina
Así, para aquella novela inconclusa, había inventado el «frahán», una lengua propia de cierta raza alienígena cuyos individuos poseían dos bocas, quienes lo hablaban combinando sonidos simultáneos para crear palabras.
Para los humanos hablar con estos fulanos requería de una pareja de expertos amenazados que, en sincronía de sonidos, se pusiera de acuerdo previamente en las palabras exactas a usar en una comunicación, pues cualquier error podía ser fatal para las negociaciones de paz.
Había abandonado esa idea hace diez años, pero hoy volvía con fuerza y contra mi voluntad.
Ahí estaba enfrente, en extrañas circunstancias, una forma rara de frahán, una manera leguminosa y exponencial: Los frijoles ante mi tenían más o menos, en una sartén de veinticinco centímetros de diámetro, unas cuarenta bocas que hablaban rapidísimo. ¿Qué les inquietaba a los frijoles, de qué chingados hablaban?
Nada ni nadie respondió. Perdí la mente indagando en sus sonidos buscando declinaciones, vocablos, tonos, armonía, nada. No quitaba los ojos de aquel hervor, y sin hacerlo incliné el cuerpo buscando si acaso un ángulo agudo permitiría mejor resultado, pero no, lo que encontré fue solamente la flama bajo la sartén.
Entendí así que no eran los frijoles quienes hablaban ¡Sino el gas! Quien usaba la combustión y el guisado como una especie de intérprete orgánico o como un teléfono.
El gas, siempre se supo en mi barrio, era cosa seria. No tenerlo, perseguirlo o su fuga, eran asunto de adultos, y ahí estaba yo, entendiendo que si el gas me quería decir algo debía ser algo grande.
Cada vez era más abrumadora la idea de mi impotencia para entender los pequeños pucheros de cuarenta bocas, unas simultáneas y otras a contratiempo. Pero es que imagínate tú lo que no puede decirte el gas. El gas que sale de las profundidades marítimas, abisal y más abajo, y que sin embargo puede contarte cómo era todo, ampliamente, en el tiempo en el que el agua no existía en este planeta.
Del encierro en oscuridades de eras enteras, de haber visto los primeros caldos de vida en la superficie -esa idea se cruzó con cómo se veían mis frijoles deglutiendo en sus muchas bocas algunos pedazos de cebolla sofrita-; de haber visto, expulsado a la atmósfera, a saturno sin anillos.
El gas podía hablar de cómo fue haber sido lagartos del tamaño de edificios, cómo fue haber sido árboles de copas altísimas y tan gruesos que nadie pensaría que iban a desaparecer nunca, porque no había nadie ahí para pensar tal cosa o cualquier otra.
¿Qué diablos quería decir? Tal vez me estaba advirtiendo de sus intenciones de comprometer el futuro de la humanidad aún más, o acaso en cambio era un mensaje bien intencionado advirtiendo alguna fragmentación de placas planetarias en cierto punto ciego de un océano.
Quizá tenía un mensaje primigenio de la tierra, venido desde su corazón y no era precisamente una carta de amor sino de quien te pide por favor que saques tus cosas y busques quién te quiera con tus demonios.
Lo que quisiera decir, tenía prisa por decirlo porque no paraba de hervir ni un segundo.
¿O tendría un desagradable episodio de ansiedad por su eterno sometimiento al encierro? ¿¡O estaba entonando un himno de anhelada libertad!? ¿O eran gritos de horror por morir consumido enteramente por el fuego y me estaba gritando insultos antiquísimos, maldiciones más antiguas que las piedras, de esas que se temen en los mitos?
De pronto me vi apagando la flama con la clara sensación de estarle colgando el teléfono al call center de un banco.
El gas balbuceó una última cosa en mis telefónicos frijoles, unas palabras finales supongo, un epitafio que estaba a punto de comerme en tacos con chorizo.