El rapero español Lírico, del grupo Violadores del Verso, expresaba en una de sus letras:
“No somos ciegos,
Donde vemos humo es que hay fuego,
Comentarios cuando llego,
Sucias batallitas de ego,
Trampas en el juego,
Tantas sonrisas falsas luego.”
Con estas palabras, hacía referencia al recelo, la hostilidad y la hipocresía con la que, desde el sistema —representado por los adultos y las instituciones— se les trata a “ellos”, los jóvenes. La canción, del 2006 y titulada No somos ciegos, era un llamado a reconocer cómo los sistemas tradicionales miraban con desconfianza a una generación que buscaba espacios propios, enfrentándose a egos frágiles y candados institucionales que les impedían avanzar.
Eso era hace casi veinte años, y lo sigue siendo ahora. ¿Cuán longeva es la lucha generacional entre los jóvenes y los adultos? ¿Cómo se manifiesta en las instituciones de todo tipo: desde organizaciones públicas y educativas hasta corporaciones y gobiernos?
Cada nueva generación llega con entusiasmo, ideas frescas y el deseo de transformar el entorno. Pero, a menudo, se enfrenta a estructuras rígidas que parecen más dispuestas a preservar sus normas que a escuchar las voces jóvenes. Las instituciones, diseñadas para mantener la estabilidad, desarrollan mecanismos que, aunque intentan proteger un supuesto orden, terminan por sofocar la innovación que las nuevas generaciones podrían generar.
Desde una perspectiva social, la teoría de sistemas de Niklas Luhmann (1995) permite entender este fenómeno. Según Luhmann, las instituciones funcionan como sistemas autónomos que se blindan ante elementos externos para mantener su cohesión interna. Así, los jóvenes con ideas disruptivas son vistos como una amenaza para la estabilidad institucional, y sus iniciativas suelen ser ignoradas o incluso reprimidas. Esta “autonomía” institucional se convierte en un “autismo institucional” que excluye a los jóvenes, negándoles un espacio de participación e innovación y limitando las posibilidades de evolución y renovación de las propias estructuras.
En contraste, Lírico describe a su generación con las siguientes palabras:
“Somos como científicos o exploradores,
Siempre buscando lo que nos pertenece,
Una generación exige lo que se merece,
Ya sea con razón o de corazón…”
Esta es la voz de la juventud que se lanza a descubrir, cuestionar y reivindicar su lugar en el mundo. Jóvenes que no solo buscan ser escuchados, sino que también reclaman la posibilidad de construir su propia realidad, de exigir lo que sienten que les corresponde, ya sea con argumentos lógicos o de forma visceral.
El arte nos da un ejemplo perfecto de esto. Movimientos como el Dadaísmo, con su naturaleza contestataria, desafiaron normas y valores tradicionales, mostrando que la creación artística puede ser una forma de resistencia y emancipación. Este arte rebelde representa la posibilidad de ruptura y emancipación que las ideas jóvenes encarnan, utilizando el acto creativo para desafiar estructuras inflexibles.
Desde la psicología, la teoría de la reactancia de Brehm (1966) aporta una visión complementaria. Según esta teoría, las personas reaccionan con resistencia cuando perciben que su libertad está amenazada. Los jóvenes, al enfrentarse a barreras institucionales que limitan su expresión y desarrollo, experimentan una reactancia que va más allá de la simple rebeldía. Esta reacción se convierte en una respuesta legítima ante la falta de apertura y flexibilidad, un impulso hacia la autonomía que reclama espacios donde su creatividad y autonomía puedan florecer sin restricciones.
En esta coyuntura generacional perpetua, las nuevas generaciones deben aprender a regular sus impulsos y desarrollar una comprensión más profunda de la estructura institucional con la que interactúan. Si bien la rebeldía es fundamental para la innovación, también es necesario un equilibrio que permita un diálogo efectivo con las instituciones existentes. La flexibilidad, tanto de los jóvenes como de las instituciones, es clave para un proceso de adaptación mutua. Esta interacción equilibrada permite que las ideas nuevas no solo encuentren un espacio para florecer, sino que también respeten la necesidad de continuidad y estabilidad dentro de la organización social.
Abrir las puertas a la creatividad y fomentar la autonomía de las nuevas generaciones enriquece no solo a los individuos, sino también a las estructuras sociales. Sin espacio para la innovación, las instituciones se vuelven obsoletas, dejando de cumplir un rol significativo en una sociedad que evoluciona constantemente.
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