Bandada de Íbis (cuento) Por Paco Grimaldoi

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Asomó por la ventana hacia la vieja ciudad encallada entre los cerros. Las casitas de Mellado, colgadas como jaulas de colores, iban encendiéndose cual cordón de farolitos de fiesta. Las campanas repicaban anunciando los ritos del jueves, pero las plazas todavía lucían desiertas.

El hombre, bebió entonces de la taza amarilla el último trago de café y los posos en el fondo dibujaron la extraña forma de un pájaro de pico curvo volando hacia el oriente. Un ibis negro pensó ¿Será posible que la hora haya llegado? Recordó que en Mexiamora, una vieja sentada en la fuente le dijo al verlo llegar, que esa figura lo devolvería a casa. Sólo él entendió el mensaje al oírla, entre el enjambre de niños que jugaban a la luz de las luminarias como escarabajos de junio.

Quizás, había llegado el momento. Tal vez era la hora de dejar de fingir su lugar en el cardumen. Lo pensó, tratando de convencerse de la huida. Recorrió con los ojos por última vez su oficina de largos y aburridos muros: la impresora, los libros de cuentas, los cuadros colgados detrás del escritorio y el tenue vaivén de las cortinas. Sintió cómo el habitáculo se fue llenando de oscuridad aun cuando la tarde se aferraba al marco de las ventanas. El día estaba muriendo. Dejó entonces caer su taza amarilla. Ya no le serviría nada de aquél lugar.

Anduvo despacio, fijando la cima del arrecife por la que subiría. Hacia la Sirena le pareció el mejor pasadizo. Subió la pendiente a prisa y debajo de las escalinatas sintió el murmullo de fantasmas, pero ya estaba su mirada en el cielo todavía zafiro, buscando el cordón negro de aves.

Pensó en los libros abandonados sobre el escritorio, buscó en las páginas las visiones de los otros, un rayo verde sobre el mar de Mallorca, un Teseo liberando a la bestia de los laberintos. Evocó las flores de Nezahualcoyotl y el sueño de Sahuatoba al cruzar el puente de la Aurora en San Miguel.  Luego le interrumpieron las vesanias de su madre.

¿mamá, de dónde vienen los pájaros negros que vuelan sobre la casa?

Si les preguntaras, te dirían que han llegado desde las galeras de los ríos, para comer ranas en los arados. Pero no creas lo que te dicen. Yo recuerdo haberlos visto entrar por una grieta medio oculta tras las nubes rosadas de la mañana. Y los seguí mirando muy lejos para darme cuenta si llegaban a algún sitio. Pero nunca se posaban en nada y al final desaparecieron saliendo de nuestro cielo por otra negra fisura, como una flecha entrando en la carne azul del cielo.

Sintió que no llegaría cuando cruzó por los amasijos que a esa hora olían a pan caliente. Y ya no alcanzaba a ver el monte que se ocultaba a su paso por los callejones. Luego, en una plazuela volvió a sentir la ligereza del aire y encontró por fin la ladera desnuda de los cerros. Pronto dejó atrás el bullicio de los arrabales y pisó el matorral que al sentirlo se llenó de cantos de aves y langostas. Los cazahuates estaban en flor y en sus ramas retorcidas, pequeños gorriones grises, pero ningún ibis en los cielos rasgando el aire con el tornasol de sus plumas.

Cuando puso los pies en la cima, miró el bermejo bajío y creyó adivinar tras las distorsiones del calor una línea negra de obsidianas que volaban. Pensó también en una lluvia de flechas, en los estorninos de una tarde sobre los campos de sorgo y en un banco de gusarapos escapando de su mano en las pozas frías del Tajo.

La bandada se iba acercando con sus aguijones curvos. Adivinar el día y la hora, qué fortuna sentía y las aves volaban cada vez más cerca habiendo encontrado en la superficie a su carpa dorada. El hombre los esperaba manso sobre las peñas. Partir de una vez. Y fue cerrando los ojos.

Cuando el sol feneció, quiso voltear a las honduras, pero la estocada lo había alcanzado. Y apresurando la mirada al pecho, descubrió sonriente una guirnalda de roja naciéndole en la blanca camisa.

Al caer, pudo ver la floresta preparando las manos para recibirlo: salvias de colores, mayates furiosos que volaban en la fruta, los mirtos con sus abejas y el rocío sobre los brotes de hierba.

Aún iluminaban la peña los dejos de luz postrera, cuando cruzó veloz el negro viento hacia las sierras, graznando. Y en el pico, el ave piloto llevaba un corazón sangrante que latió retumbando en las cañadas antes de que la flecha negra desapareciera.

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