En 2014 viví con un hijo de puta. Yo estaba en Brasil y a él lo conocí a los pocos días de llegar ahí. En ese entonces yo era una persona más tímida, un chico que escapaba de las presiones familiares, de un grupo conflictivo en la universidad y, sobre todo, de una fuerte decepción amorosa que, en aquel tiempo, seguía persiguiéndome.
Contrario a lo que muchos viven y creen, para mí ese viaje no significó un montón de amigos nuevos, ni un sinfín de fiestas donde me ahogara en alcohol; ni tampoco, porque parece que es un requisito implícito, una gran cantidad de escenarios sexuales que, según una gran mayoría, son necesarios para decir que se ha vivido.
No, para mí ese viaje, aunque significó descubrimientos, algunas risas y un puñado de amigos que aún siguen conmigo, tuvo más un sentido de fortalecimiento emocional. Ese hijo de puta del que hablé líneas atrás, ese gran imbécil, fue el punto culminante de un gran cambio en mí. Y, aunque lo recuerdo con cierta tristeza, es más lo que le agradezco.
Él era de Argentina. Un chico bien parecido, gracioso, agradable, pero con el defecto de no saber percatarse de las buenas intenciones de los otros y, por ende, de lo mucho que alguien podría llegar a darle importancia a su persona.
Cuando llegué a aquel país, mi mentalidad era la de un ermitaño: quería vivir solo, darme tiempo para mí, asistir a clases y volver a casa, salir de vez en cuando, hacer algún viaje solo si era posible, etcétera. Sin embargo, todo cambió cuando lo conocí a él. Rápidamente nos habíamos vueltos amigos. Cuando menos lo noté había aceptado vivir con él y comenzamos a buscar un apartamento.
Una vez instalados, comenzó el trayecto hacia la desgracia. Yo aún no me había aceptado como homosexual y eso empezó a ser un problema para mí. ¿Qué haría si él lo notaba? ¿Cómo sería su reacción ante mi secreto? Al principio esas y otras dudas eran un golpe diario, una tormenta repiqueteando en mi cabeza. Todo empezó a ser más tranquilo cuando, durante algunas pláticas, él me dejó entrever que no tenía nada contra los gays. Por un momento pensé que había hallado un punto de luz en la niebla.
Días después, mientras íbamos en el camión, me dijo que escuchara una canción: Tan lejos, de un grupo uruguayo llamado No te va a gustar. La canción era simple, sin embargo, empaticé con ella inmediatamente. Sobre todo, con una parte del coro que dice: “Cantando a pesar de las llamas”. No había mejor letra para mí en ese momento. A pesar de mis dolores personales, había encontrado un amigo que era como una lluvia en mi vida, una manera de apagar la habitación en llamas que era mi historia en ese momento.
Viajamos a Río de Janeiro. Pasamos algunos días juntos y con otras personas. Un día me abrazó, lo hizo mientras me decía que me quería y que se alegraba de haberse encontrado conmigo. Sentí ganas de llorar de felicidad y, también, me percaté de otra cosa: me estaba enamorando de él. Era tan bueno conmigo que no podía evitarlo. Sin embargo, debía contenerlo. Eso era mi vida antes: contener porque expresar era peligroso, porque atentaría contra lo que estábamos forjando. No importaba cuánto deseara decírselo, debía permanecer en mis adentros.
Un día se enteró de algo que le resultó terrible: yo era virgen. Eso fue fulminante para él ¿cómo era posible que un chico de 22 años no había tenido contacto sexual en su vida? Él lo había hecho desde los 14, al menos eso dijo, y, por lo tanto, yo era una desgracia en asuntos de la expresión y disfrute del cuerpo.
Me avergoncé, era lo mismo siempre: tener que sentirme mal y fuera de lugar. No importaba que fuera México o Brasil, la historia era una repetición sin término. La luz volvió a aparecer en el momento en que él me dijo que lo podíamos arreglar, que él me apoyaría para dejar de ser un retrasado en cuestiones de sexo.
Me propuso ir a un burdel. Me dijo que no podía ir directamente a conocer a una chica porque, de conseguir llegar a la cama, yo demostraría mi falta de experiencia. Según su ideología, uno debía practicar con prostitutas antes de estar con una mujer que no lo fuera. El hombre siempre debía mostrar su fuerza y dominio y, por supuesto, su superioridad y experiencia en el sexo.
Cuando fuimos a aquel lugar, yo fui directo a lo que buscaba. No quería más dudas, sino respuestas. Debo decir que la situación no fue nada agradable, y no porque la chica con la que estuve mostrara algún defecto, sino porque, simplemente, no pude excitarme. No había nada en ella que me motivara a tener sexo.
A esa chica le debo algo muy grande: haber disipado mis dudas de identidad sexual. Por fin, después de mucho tiempo, había contestado muchas preguntas internas. Al salir de ese lugar, el hijo de puta estaba muy borracho y molesto. Se había enojado porque le cobraron de más, según decía. Al final tuve que pagar porque las cosas en el burdel estaban muy mal y no quería más problemas. Menos en aquel momento en que había encontrado una respuesta tan importante en mi vida.
En el trayecto al departamento él me comenzó a reclamar por haber pagado. Según decía, yo lo había traicionado. No lo tomé personal porque él estaba borracho. Sin embargo, causó que el chofer del taxi nos bajara y tuvimos que caminar un kilómetro para llegar a casa. Comenzó a ofenderme y provocarme hasta que le di un golpe. Se levantó y me dijo que no le hablara más. Que me dijera eso me devastó, me sentí un idiota por haber reaccionado como lo hice. Ya estábamos cerca de casa y él comenzó a ir más rápido. Al llegar, él se fue directo al cuarto y yo me quedé en el baño. Me sentía muy afligido por lo que había ocurrido.
Después de reflexionar, subí al cuarto. Al entrar lo descubrí desnudo en su cama. Se estaba masturbando. Cuando me vio, me dijo que me acercara. Me preguntó si quería que él me cogiera. Ese instante me impactó. Acabábamos de pelear y ahora el chico del que me había enamorado me daba la oportunidad de ser mi primera experiencia sexual con otro hombre.
La situación ocurrió y, aunque no fue nada impresionante, yo estaba feliz. Contento porque nunca esperé que eso pudiera llegar a pasar. Sin embargo, aunque lo hicimos, aunque disfrutamos y dormimos juntos, al día siguiente él me acusó de haberme aprovechado de él, no frente a autoridades u otras personas, pero sí entre nosotros. Me dijo que yo había tomado la oportunidad porque él estaba borracho, y no tenía conciencia de sus actos.
Por muchos días me sentí terrible. De verdad asumí que todo era mi culpa. Tuvimos algunas confrontaciones. Una tras otra, las balas de sus palabras me acribillaban. Había vuelto al principio de mi viaje. A ser el chico deprimido que vivía automáticamente.
Tardé casi dos meses en recuperarme. Todo siempre parecía peor. Un día me descubrió masturbándome y me dijo que era el colmo, que yo era un pervertido. Creo que había olvidado que fue así cómo lo encontré aquel día, justo antes de que me propusiera tener sexo. Era hostil conmigo. Su indiferencia era un cuchillo clavado en todo momento de mi día.
En una ocasión, volví a toparme con la canción que él me había recomendado. Y, nuevamente, apareció en el momento indicado: “Cantando a pesar de las llamas”, a pesar de un sujeto reprimido que buscaba incendiarme, debía seguir. Debía hallar, esta vez, mi propia forma de agotar las flamas.
Al final, entendí dos cosas: la primera, que de no haber sido por esa situación no hubiera comenzado con mi autoaceptación. En esa noche tuve, literalmente, dos primeras veces: una que me demostró lo que no quería y otra que me hizo entender lo que en verdad buscaba. A pesar de las llamas había encontrado una respuesta que, creía, nunca encontraría.
La segunda fue que, a veces, el machismo es un hijo de puta que te acusa de haberlo violado porque tiene que encubrir sus deseos haciéndote el único responsable, diciéndote que te deberían gustar las mujeres y que eres un pervertido sexual. No importa qué digas, siempre serás el malo. Él saldrá inmune. Limpio, aunque por dentro sea sólo un imbécil incapaz de decir que deseaba con todas sus fuerzas estar con otro hombre, y que se justificó en un par de tragos para hacer lucir todo como un acto en su contra.
Me fui del cuarto. Continúe mi viaje. Volví a México. Hoy, al volver a hablar de ese hijo de puta no puedo evitar preguntarme si aún seguirá en el incendio o si, también, habrá aprendido a cantar a pesar de llamas.