El machismo es un concepto muy comentado hoy en día. En mi experiencia ha sido algo muy palpable: crecí en una familia de militares, en el cristianismo, en una casa donde había más varones. El rol del hombre fue una enseñanza constante desde mis primeros recuerdos. Evoco, con mucho repudio, la escuela dominical donde, a los seis años, ya comenzaban a hablarme de mi futuro como cabeza del hogar; de la preocupación con la que debía vivir ya que, algún día, me convertiría en el máximo sustento de una familia.
Desde niño, toparme con tales lecciones siempre fue desagradable. Y todo fue peor conforme fui creciendo ya que, fuera del medio cristiano, había otras enseñanzas constantes que exigían algo de mí. Entre mis compañeros, en las etapas de la secundaria y la preparatoria, a pesar del pequeño avance en cuestiones de género en aquellos años, permanecía un fuerte remanente de pensamientos machistas.
En esas etapas, las del despertar sexual, ser hombre se convirtió en una búsqueda más evidente del poder. Chingar tomó una nueva significación que comencé a asociar con una idea de marcar mujeres; de ir obteniendo una serie de trofeos que, de poco en poco, iban elevando a la hombría y haciendo a un varón mejor que otros.
El pene era un punto central. Desde cuánto medía, la fama que te hacías con él, qué tanto lo usabas, etcétera. Crecí observando a mis compañeros en su trayecto por ser más hombre que el otro; por una guerra donde la mujer era el blanco y el premio. Yo, debido a mi homosexualidad reprimida, sólo era un espectador. Un hombre menos hombre que los menos hombres, ya que no podía ser parte de esa conquista. Al menos así lo pensaba.
En su novela La sangre erguida, Enrique Serna pone a dialogar a un típico macho mexicano con su pene. El miembro, que posee dominio total sobre los actos de su dueño, refleja algo que ya mencioné: la focalización en el pene como uno de los máximos símbolos de fuerza, dominio y poderío en el sistema machista.
Sin embargo, Serna se encarga de ridiculizarlo, y no precisamente de escarnecer sólo al pene sino también a su portador. El hombre queda por debajo de una parte de él, es rebasado por el hecho de que a través de su sexo puede experimentar el orgasmo. Serna pone en la mesa algo muy real: el hecho de que el varón se mueve, en gran parte, según sus fines de placer. El sexo es su política. Su manera de obtener un estatus. Fuera de eso, en muchos casos, no hay otra norma.
Textos como el de Enrique Serna me han hecho reflexionar acerca del machismo, sobre todo, de lo sutil que puede ser, ya que está fosilizado en muchos actos cotidianos. Pero, asimismo, me ha hecho percatarme de que no sólo le atañe al varón. Al ser una ideología dominante está filtrada en más de un sujeto. Por tanto, las mujeres y la gama de diversidades sexuales también son víctimas de ese virus.
Cuando comencé a vivir con libertad mi homosexualidad, tenía expectativas muy idealizadas. Pensé que todo ese discurso sobre el poderío y dominio era un asunto sólo presente en las relaciones de hombre y mujer; que dentro del ambiente homosexual habría equidad, ya que se trataba de relaciones entre individuos que compartían el mismo sexo y género.
Por desgracia, no fue así. El machismo es una sombra tan densa que también ha oscurecido a los homosexuales. Las relaciones en el ambiente son también un juego de poder. Han hecho una emulación del modo de operar de los heterosexuales. El binomio hombre/mujer pasó a transformarse en activo/pasivo. Y, respectivamente, uno equivale al polo masculino y otro al femenino con todo lo que esto acarrea: el varón como el portador del dominio y fuerza, y la mujer como un ser débil y supeditado a los deseos del hombre.
Incluso, aunque se habla de un tercer factor: los versátiles, me he dado cuenta de que hay mucha incoherencia con éste. Se supone que el versátil es, según los homosexuales, una especie de comodín; la mejor forma de vivir la sexualidad ya que participa tanto como sujeto que penetra y que es penetrado. Sin embargo, ahora se habla de versátiles más activos y otros más pasivos. De entrada, no se escucha como algo disparatado, pero me he dado cuenta de que, en muchos casos, los homosexuales se dicen versátiles para evitar decir que son pasivos.
En el ambiente hay un miedo terrible a decir abiertamente que eres pasivo. Esto es un buen ejemplo del machismo en esta comunidad. Se teme porque ser penetrado se interpreta como el que no accede al dominio y al poder; porque implica tomar el rol de la mujer en una relación y en el acto sexual, y esto conlleva a demeritar la condición de ser hombre.
En mi opinión, hablar de hombría siendo homosexual es una gran paradoja. Los homosexuales y las otras identidades sexuales deberíamos procurar por la deconstrucción de la dicotomía hombre/mujer y, por ende, contra constructos sociales como el entendido de lo que es la hombría. Sin embargo, para mí ha sido muy triste darme cuenta de que el ambiente está inmerso en la disputa de los sexos; que sólo ha hecho una reproducción de ese sistema en vez de combatirlo.
El pene vuelve a estar presente. Vuelve a ser el factor determinante de una conquista. El activo, en muchos casos, es otro pinche macho. Otro recordatorio de que esa ideología no es sólo cosa de varones y mujeres, sino de algo más amplio.
El machismo, su reinado, es un asunto que nos afecta a todos. Lo que he tratado es sólo un pequeño ejemplo de sus alcances fuera del medio heterosexual, pero hay muchas otras perspectivas que pueden ser abordadas.
Sólo me queda decir lo siguiente: que el pene sea sólo una parte del cuerpo. Es ridículo, así como lo expresa Enrique Serna, que hablemos de dominio en términos de un pedazo de carne que, si no se erecta, pierde todo su poder.