En algún lugar leí que el amor sabe a café, y tal vez por eso lo de nosotros parecía amor. Sabía a café cualquier día de la semana y a cualquier hora: café de los martes, café al despertar, café en las noches, mientras acurrucados en el viejo sillón nos besábamos y hacíamos como que mirábamos el capítulo nuevo de una serie cualquiera.
Tú me sabías a café y por eso te amaba.
Recuerdo que rara vez lavabas a Petunia, la cafetera negra y pequeña que compraste con la promesa de que el café de los martes fuera solo nuestro en la comodidad de nuestro hogar, bajo el resguardo de tus fuertes brazos, porque debes de saber que durante mucho tiempo tu fuiste mi casa de invierno y de verano. Frecuentemente olvidabas lavar a Petunia, y dentro de ella comenzaba a surgir vida nueva: hongos verdes que continuaban las paredes de cristal, y que me provocaba náuseas cada vez que llegaba hasta mi nariz. Debí de saber en ese momento que se trataba de un vaticinio para lo que nos deparaba. Nosotros mismos nos convertimos en hongos tóxicos que buscaban acabar con lo poco que nos quedaba.
Aquella última mañana me preguntaste si quería café, y me pareció un final adecuado para nuestra turbulenta historia. Supe, desde antes que lo dijeras, que no habría nunca más un martes de café, ni café al despertar ni café en las noches; que no habría más besos, ni risas, ni guerras de cosquillas; supe que mi casa de invierno y verano se había derrumbado hacía mucho con los vientos gélidos que salían de nuestros corazones, librando batallas uno contra otro en busca de un vencedor.
Al final, supe que no te volvería a ver, y me parecía adecuado cerrar aquel círculo con un poco de café oscuro sin azúcar como me enseñaste a tomar.
Hoy tomo tisanas frutales, y así no te recuerdo, pero, a veces, si acaso me encuentra nostálgica y no puedo hacer nada para controlarlo, sirvo tu café favorito un martes a las seis de la tarde, esperando encontrar tu sonrisa y tu aliento… o tal vez encontrarte a ti.