Callejón por Míkel F. Deltoya

Si las regiones del país pudieran hablar, si pudiéramos hacer una alegoría con todas estas zonas que hacen de México un país de Méxicos, el norte, ese tipejo sombrerudo y botudo que se cree el más fregón, diría que no le envidia nada a cualquier otra región (sobre todo a los del centro). Antier hablaba con mi comadrita Berenice Zavala, una 100% que ya lleva más de un año viviendo en Puebla; me platicó que la vida da el trancazo más duro cuando te vas a un sitio diferente, lejano a casa y, sobre todo, cuando te sumerges a otra cultura, y vaya que hablar de norteños y chilangos pareciera hablar de antagónicos naturales. Conmigo el golpe no fue tan duro; Ciudad Juárez y Monterrey mantienen ejes similares, por ejemplo la calidez de la persona, el dasein-wannabe-gringo que está, aunque no siempre lo aceptemos, en nuestras acciones, el clima pinche, por ejemplo, y otras costumbres más intensas como la idolatría a la cerveza y la carne asada y el arquetípico sombrero y el acentito.

Pensemos en la calle, en ese Norte que se aproxima a una calle ajena, esa entidad pública, a veces abstracta, a veces conflictiva, siempre en transigencia y siempre en cambio; pongámonos a reflexionar sobre su pasado, de la configuración de sus arterias y del referente histórico representado en las construcciones, sí habría una envidia pormayorizada: en otras regiones podemos encontrar corrientes arquitectónicas que nos hablan de un pasado novohispano, barroco, que nos cuentan historias de construcciones del Siglo XVII y XVIII, en el norte, carecemos de eso, al menos en un sentido remarcado.

Para eso habría que preguntarnos cómo funciona la configuración de la ciudad, o de la polis. Veamos algunos topónimos, por ejemplo, en la capital y su periferia: ¡ahí está súper latente el pasado prehispánico! Vayámonos a los nombres de los municipios entre Chihuahua y Sonora, ¡demasiado raramurismo! Nuevo León, en cambio, al sur tiene nombres de generales (General Treviño, Zaragoza, Zuazua, Escobedo o Bravo), y que antes eran de miembros del santoral católico.

Mientras en otros (por decir casi todos los) puntos geográficos, el centro se conforma con, alrededor de la explanada, la presidencia, la iglesia, el banco y el mercado,  en Guanajuato capital, no sucede lo mismo, pues ésta es una región uniquísima en su tipo, al menos desde el ojo de un foráneo; basta mirar cómo funcionan sus arterias peatonales desde cualquier explorador o mapa; son corrientes, son picadas, son pendientes, bajadas, túneles; un aparente caos, sí, pero cuando se le mira de cerca, un deleite controlado, una especie de via-crucis ornamental en donde esta tetralogía de Dios, dinero, producto y gobierno, se encuentra desperdigada. Las calles sin semáforos resultan extrañísimas para un norteño.

Los lugares comunes de la ciudad son detectables con cualquier vistazo: las escalinatas, la Alhóndiga, el Mercado, el Pípila, el museo de las momias (que suena más a invención y énfasis en pos de un turismo cultural), y museos de cualquier tipo a la ene potencia (algunos bastante forzados, si se me pregunta). Luego vienen los eventos inmateriales que se vuelven patrimonio: el festival Cervantino. Éste, visto desde un ojo ajeno a la ciudad suena maravilloso, reluce lo mundano y lo culto; beber en las calles, admirar eventos culturales traídos de todos los confines, conocer a turistas de las nacionalidades todas, disfrutar, recorrer, debe decirse: Guanajuato se recorre en un santiamén. Pero hablaré del entorno, creo yo, que se ha ganado por antonomasia el “must” de Guanajuato, y que es un híbrido entre lo inmaterial (las leyendas, la oralidad), lo espacial (el escenario, el entorno), y lo tradicional (la reformulación de una tradición con aires de superstición), nada más y nada menos que el Callejón del beso. No sería mi labor en este texto decirle a los lectores la anécdota. Ya se ha repetido y quién sería un norteño para re-decirla de nuevo, lo que sí debo admirar de ésta es el cómo, si para otras ciudades del mismo calibre los templos y los museos son el capital cultural, para Guanajuato su magia yace en las casitas y piel. Y sí, sabemos que no hace mucho el mismo gobierno mandó a pintar de una paleta amena de colores las fachadas, si no me equivoco a algunos habitantes les ofreció el costo completo de la pintura y a otros la mitad, eso para, desde los varios miradores, convertir en la ciudad en un escenario pintoresco, ameno y digno de un pueblo mágico, sólo que en términos un poco más grandes.

Sin embargo, para un turista o un residente de la capital, una travesía como la que representa bajar el Pípila caminando, puede representar una odisea kafkiana; te encuentras con esos puntos que (parafraseo a Mufasa), el sol no toca y a donde no se debe ir, te encuentras con esas arterias atrofiadas en donde el halo dorado del turismo y su magia no llegan, callejones de peligro, callejones donde para un local, cualquier turista resulta presa fácil de ordeñar. En mi tercer o cuarto viaje a Guanajuato descendí junto a mi amiga Leslie y fue una experiencia alejada de la belle epoque del bajío que nos vende la mercadotecnia.

Un callejón en el imaginario colectivo de occidente es una callejuela pequeña, encriptada y muchas veces oscurecida, los callejones conducen a su vez a otros callejones que convierten el espacio en una especie de arboleda, y las raíces se expanden y convierten a la ciudad en un laberinto. También en el imaginario colectivo está la idea del callejón sin salida, como tropo, una decisión irrevocable, un error imperdonable, un sendero que no tiene manera de evadirse.

Habrá rincones, como todos lados, donde el tufo del preciosismo turístico no se atiza, rincones donde vive la gente común y corriente, especie no turista, especie nativa que está en una dinámica de resistencia, de supervivencia. Y cómo no imaginarse, fuera de la polis, de esos escenarios donde la riqueza visual y el ornamento no llega, pensar por ejemplo en el tema de los sin techo en Guanajuato, el tema de los subalternos, de lo marginal, esos textos que ni siquiera en las coladeras ni túneles pueden ser, porque pareciera que el halo de la ciudad tiene un aliento divino, inquisitorio, que raya en lo sepulcral.

En el norte y en otros sitios de México, dentro de esta tetralogía de la polis, están las periferias, las zonas rojas (que este término en inglés es red light district, o sea, la zona de tolerancia a lo irregular) ¿existen estos espacios bajo las dunas? Sí, son los callejones, muchos, en los que habita ese antagonismo entre la castidad y el buen turismo, o la fealdad, el crimen, el asalto (si bien va). Quiero pensar, pues, que las zonas rojas coexisten con las blancas, y que los relatos de la otredad, y el paso hacia la autodestrucción, todos éstos necesarios en el ying-yang de las sociedad, se adaptan a una región que podría ser tachada de conservadora.

Lo dije antes, un caos controlado, una majestuosa obra del sincretismo del Bajío…

¿quién construye ciudades no entre cerros, sino sobre los cerros? Si Cervantes hubiera conocido la Nueva España… ¿qué hubiera dicho de una ciudad como Guanajauto? Si hubiera… si hubiera… ¿se habría perdido entre las callejas? Esto está para pensarse.

Por último remarco un bastión norteño cada que viajamos nosotros los que venimos de arriba del trópico de Cáncer, los inigualables tacos “El paisa II”, en donde podemos acaso vislumbrar la rudimentaria comida de nuestros lares, una quesadilla (y nada de sin-queso), un guiso y al fondo la música -ya sea norteña o cumbias. La mejor manera de amortiguar la nostalgia a casa yace en la comida o en lo más parecido a ella.

Historia Anterior

Gulliver por Gabriela Cano

Siguiente Historia

American Gágnster: La película vigente a diez años de su estreno por Manuel Roberto Ruvalcaba Rivera