El ciego entre la maleza III por Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza

Los seguros ceden y aún piensa en la inusual irrupción del vigilante. Lo curioso no fue haberle visto ni saboreado su miembro, ha visto muchos y los ha clasificado según la textura, el sabor, el color, la longitud, el grosor e incluso la cantidad de vello, sino haber sido detenido después de reunirse con el abogado: aquella ocasión se sintió generoso. Pero aún la puerta no se ha abierto, una eternidad reflejada en el aleteo de las moscas y una ensoñación larga en el de las aves, y comienza a describir castillos sobre cubos de azúcar: sus padres, su prima y sus tíos; su departamento, su cuerpo, su sonrisa y su manera de guardar silencio; su alma y la de los demás. Esos castillos derretidos por tinieblas caen, uno sobre otro, en la iluminación ciega de nuestros antepasados, sí, como piezas de senet. Arturo vuelve a aquella noche cuando estuvo con la madre de una de sus compañeras: él tenía diecisiete años. Después de haber terminado una actividad escolar con su hija, ella con amabilidad lo llevó a su casa, el último metro ya había pasado, y al llegar le dijo que le parecía tierno y suave; Arturo no supo qué decir cuando la mujer, aún en el vehículo, le abrió el pantalón y le acarició su miembro —ella elogió su suavidad y su inmadurez— hasta convertir su silencia en una secreta implosión; él, confuso y sudado, se disculpó y ella sonriente le dio unos cuantos billetes. Salió del vehículo y entró a su casa y, nuevamente, encontró a su madre, ebria y semidesnuda, dormitando en el sillón; se encerró en su habitación y guardó el dinero. A la mañana siguiente, la madre, con resaca y olorosa, tocó la puerta de la habitación y se disculpó con su hijo, prometiéndose que jamás bebería —él no sabía porqué lo hacía, pero sí que mentía, ella era demasiado débil y cíclica: buscaba cualquier pretexto para abandonarse y olvidar las cuentas que debían ser pagadas; él contó los billetes y eran suficientes para pagarlas—; Arturo abrió la puerta y le dijo que debía ir a la escuela. Esa mañana, no supo reaccionar cuando su compañera le saludó, aún tenía la imagen de la madre entre las piernas, y descubrió el enorme parecido; al notar su nerviosismo, la joven le preguntó si estaba bien y él le mintió que lo iban a atropellar; y ella asustada lo abrazó y trató de tranquilizarlo. Al olerla, supo que sus aromas eran distintos, el de la madre dulzón y el de la hija cítrico, y se relajó poco a poco. Después de clases, Arturo fue a pagar las cuentas, incluso las atrasadas, y compró un poco de despensa; al volver a casa, limpió la sala y el vomito en el suelo y se duchó otra vez —odiaba sentir el hollín y la contaminación sobre su cara—; preparó la cena y se quedó mirando la televisión hasta que su madre volvió.

            —¿Compraste y preparaste esto?

            —Tenía dinero guardado y compré la despensa.

            —Aún hay comida, no debiste hacerlo.

            —Sí —le respondió, sabía que tal estaba caduca, incluso la enlatada, todo apestaba y le sorprendía porqué vivían así; la madre se acercó a la cocina para sacar unos cuantos platos y puso la mesa—. Hice limpieza general y tiré la basura —incluso las botellas vacías y los vasos desechables que aún olían a miseria—. ¿Cómo sigue del dolor de cabeza?

            —Mucho mejor, fui a casa de tu tía —se detuvo, en realidad no fue con ella y él lo sabía, pues su prima siempre le avisaba cuando ella estaba en su casa—. En realidad, iba pero recordé que debía pagar las cuentas y ya…

            —Las pagué, nos iban a cortar los servicios en cualquier momento —la madre, avergonzada, se sentó y le dijo que estaba lista para cenar; le sirvió la comida y le dejó un vaso con agua —, es para el dolor de cabeza —le dio unas pastillas—, tómalas después de comer —no obedeció y lo hizo antes —. ¿Qué tal estuvo su día? —sabía su rutina: caminar por el parque por horas, tal vez pensando o lamentándose de su suerte, y terminar en un bar o cantina distinta para no ser ubicada por otros; en su vida rutinaria, no había espacio para el trabajo. Ella le contó su tarde, una ficción innecesaria, salió a buscar empleo y volvió a lamentarse sobre su mala suerte de no encontrar nada; bebió agua y tomó una tortilla —. Ya pronto encontrará uno, es cuestión de perseverar —recordó la noche anterior y dedujo lo fácil que se ganó billetes, bastantes por hacer tan poco—, hoy tuve un día interesante, aplicamos descargas eléctricas a ranas muertas y movieron sus ancas —la madre lo vio con disgusto—, después leímos…

            —Lo siento, cenaré en mi habitación, estoy muy cansada —se levantó y se fue. Arturo, nada sorprendido, terminó su cena solo y volvió el recuerdo de la noche anterior, menos vívido que las anteriores pero lo suficientemente fuerte para entender que no sabía sobre las mujeres pero sí sobre su madre, una extraña contradicción. Llamó a su compañera para recordarle que debían reunirse para terminar el proyecto y ella le propuso verse después de las vacaciones de Semana Santa; ambos se despidieron y, tras finalizar la llamada, él fue a la habitación de su madre y tocó la puerta—. ¿Sí? Te dije que estaba muy cansada —se escuchó el tintineo de unas botellas—, ¿saldrás esta noche? —le respondió que era tarde y mejor iría a leer un poco —, debes salir a divertirte, no quemes tus ojos con tantos libros innecesarios —él bajó a la cocina y limpió los platos; volvió a tocar la puerta —. No debiste lavarlos, yo iba a hacerlo porque aún no he terminado de cenar —se fue al suyo y no escuchó lo último que ella dijo. Ya en su recámara, terminó sus tareas y se fue a dormir.

            En la madrugada lo despertó una llamada: era la madre de su compañera. Le explicó que lo sucedido jamás se repetiría y se sentía muy avergonzada, ya que había engañado a su esposo: desde hace meses, él fue hospitalizado debido a su enfisema pulmonar —Arturo dedujo que ella le llamó ya que su conciencia le había dado unas cuantas bofetadas—; ella se sentía muy sola y necesitaba estar con alguien más, ya que era agotador estar siempre en el hospital, verlo cómo tocía y escupía sangre y oler siempre su aroma a tabaco y a carne quemada. También, mencionó que el dinero y Arturo prometió pagarle, pero ella se negó porque estaba enterada de su difícil situación económica y le dijo que era un regalo. Agradeció el gesto, no sabía qué más decir, y se despidió. A la mañana siguiente, su compañera se acercó durante el receso y le preguntó si quería tener un empleo de medio tiempo. 

            —¿Sabes que tenemos una tienda de ropa? Mi madre me pidió que si quieres trabajar medio tiempo, pues una de sus empleadas renunció y sólo sería los fines de semanas —Arturo le preguntó si era posible darle el puesto mejor a su mamá —. No sabría decirte, pues ella te lo ofrece a ti: ¿por qué no lo tomas y lo ves como una experiencia laboral? —ella tenía razón, a estas alturas él no podía darse el lujo de rechazar el puesto y lo aceptó —. Se lo diré y te aviso cuándo comienzas.

            Arturo recuerda su primer trabajo, en realidad era acompañarla en sus momentos de soledad: si bien jamás volvieron a tener encuentros como el de esa noche, ambos conversaron sobre otros temas, unos comunes y otros relevantes, incluido la salud del esposo quien murió meses más tarde; y tales conversaciones generaron mayores ganancias, superiores a las de otras empleadas. Después de morir su esposo, ella lo despidió no sin antes comentarle sobre una viuda, conocida suya y heredera de una joyería, que buscaba un empleado. Le recomendó que fuera y le aseguró que sería contratado. Para mantener un flujo constante de dinero, él fue a verla. Creyó que era una anciana octogenaria y más cercana a la muerte; en la entrevista, él constató que estaba equivocado, sí era mayor que su anterior jefa pero estaba mejor conservada; finalmente, a pesar de su nerviosismo, la mujer lo contrató. Con ella, tuvo su primera relación sexual—más por inercia que por miedo, dejó que la mujer hiciera todo—, mas no la última. Con el tiempo, desarrolló sus propias habilidades y encontró por sí mismo otras mujeres solitarias, con quienes rara vez mantenía relaciones sexuales y sólo las escuchaba. Una de ellas le recomendó mantenerse en forma y él se inscribió en un gimnasio, en donde conoció a Horacio, un empleado de la fábrica de conservas cuya piel morena despedía un olor agrio y desagradable.

            —¿Cuánto lleva aquí? —Horacio preguntó una tarde cuando ambos coincidieron en los vestidores—, llevo cerca de dos años y, al menos, lo he visto en rarísimas ocasiones. Conozco a la mayoría y usted, creo, es nuevo —Arturo no le contestó—, espero haya tenido una excelente rutina.

            —Le agradezco, más bien comienzo.

            —Entiendo.

            —¿Recuerda ese día cuando nos conocimos? — le preguntó, tiempo después, cuando ambos estaban en la habitación del hotel que rentó para reunirse—, era bastante frío, como si me tuviera miedo y ahora estamos aquí, desnudos y sudorosos, ¿no le parece hilarante cómo sucedieron las cosas? —Arturo, recargado sobre el hombro, le respondió que no sabía qué pensar —. Miente como los demás, se las dan de buenos cristianos y son más demonios que cualquiera —encendió un cigarrillo—, siempre supe quién era y porqué lo hace —Arturo se levantó y le dijo que se bañaría—. Quiero verle en la regadera —ambos se levantaron y se sentó sobre el retrete mientras Arturo se duchaba—, ¿sabía que es delicioso? Sabe qué hace pero siempre termino deseándole más, usted es terrible, jamás me había sentido así…ya sabe, tan deseoso de no dejarle ir jamás —él giró y le mostró su pene enjabonado y le sonrió —, ¿se divierte haciéndolo?: un demonio con ese cuerpo delicioso. Le odio, desearía estar como usted —se levantó, entró a la ducha, lo abrazó por la espalda y acercó su pene a las nalgas—, pagaré por otra hora si lo hacemos en la ducha —Arturo accedió y terminaron pronto; Horacio, aún mojado, salió del baño y le dejó el dinero sobre el retrete y le explicó que en una hora debía volver al trabajo —. Puede quedarse esta noche, la habitación está pagada —Arturo no lo hizo y volvió a casa con su madre.

            Fueron varios encuentros con Horacio, hasta que él simplemente desapareció y ya no frecuentó más el gimnasio. No quiso preguntar sobre su paradero. Después, se lió con uno de sus entrenadores, un recién casado, que solía pegarle en sus nalgas mientras Arturo estaba dentro; después, con un viejo que pagaba por sacarle unas fotografías para un proyecto artístico que jamás vio —lo cierto era que él le dio más dinero que el entrenador y Horacio juntos. En otra reunión con el entrenador, él le invitó a una salida y Arturo le confesó que se sentía raro, más por su esposa porque temía ser descubiertos; le dijo que se habían separado —una mentira a medias, ella decidió hacerlo e iniciar el divorcio porque descubrió su aventura no con él sino con otra mujer— y no iría. Arturo aceptó.

            —¿Me cobrarás como acompañante? —le preguntó—, porque somos amigos ¿no? —no hubo respuesta —, es una broma, aún así la invitación es abierta para todos los socios, pues vamos a celebrar un aniversario más del gimnasio —se levantó de la cama—. ¿Qué día es hoy?

            —Veinticuatro de mayo —respondió y se dijo a sí mismo —: mi cumpleaños.

           

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ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA (Zacatecas, México, 1988). Licenciado en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Fue finalista en el III Edición del Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (La Habana, Cuba), convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Sanctis Spíritus; obtuvo una mención honorífica en el V Premio Universitario de Narrativa “Elena Poniatowska”, (Aguascalientes, México), convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su obra se ha publicado en La soldadera, el ya desaparecido suplemento cultural del periódico El Sol de Zacatecas, en el suplemento La Gualdra; también, ha participado en varias antologías de AlTaller, taller-seminario de Creación Literaria, convocado por la Universidad Autónoma de Guanajuato y auspiciado por el sello editorial Letras Versales.

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